No fue Shakespeare sino Shekspirito
Fernando de Ita
Está no es una crítica de teatro sino una crónica de lo que pasó en el teatro de la ciudad de Monterrey, porque luego de ver el primer acto del Ricardo III, producida por Teatro del Farfullero, el INBA y el FONCA, renuncié a mi papel de crítico para recobrar el derecho que tiene el simple espectador de salirse del teatro cuando siente que lo están haciendo pendejo.
Ya sabemos que Ricardo III no es una de las joyas de la corona shakesperiana sino una de sus primeras tragedias en las que aún no tiene el prodigioso dominio de la lengua inglesa ni la formidable visión de la conducta humana que lo hacen uno de los más grande poetas de todos los tiempos. La cruenta historia del Duque de Gloucester es formalmente una tragedia, pero el personaje y sus rapacerías son de vaudeville por lo incoherente de sus acciones, su inverosímil cinismo y la chusca resolución dramática de sus crímenes. Por ello, Sir Ian McKellen pudo hacer una sátira deliciosa en la película que ganó el Oso de Plata de Berlín en 1996.
Ojo, sátira, no parodia de la parodia como la que montó Mauricio García Lozano, uno de nuestros directores de exportación que aquí perdió el piso de forma inaudita. La transposición que hace el actor inglés en la película mencionada es histórica porque la sitúa en la Inglaterra de los años 30, y es estética en razón de que en base del vestuario, los decorados y accesorios de la época, crea un estilo de extraordinaria belleza que enmarca y acentúa la intención burlesca de su montaje. Transposición de tiempo, espacio y estilo, estimado Mauricio, no pastiche, no vestuario de la barra cómica de Televisa, no actuaciones tepiteñas, norteñas, clavadas en el estereotipo.
El personaje de Ricardo III invita, de entrada, a la exageración de los defectos físicos del personaje y al amaneramiento de sus modales. Carlos Aragón resuelve decorosamente la primera tentación, pero todo su personaje está construido literalmente de dientes para afuera, de manera que desde que aparece y abre la boca sabemos que es un pillo, cuando la gracia de su personalidad es la del doblez, la simulación, el engaño. Darle, de pronto, la tonadita chilanga a sus parlamentos podría ser un recurso simpático si fuera eso, un recurso y no una chocarrería, pero como todo el montaje está hecho de ocurrencias, cómo culparlo.
Acaso Sophie Alexander si vio la formidable actuación de Annette Bening como Elizabett Woodville, en la película que he tomado como referente, porque es la única que alcanza a trasmitir el carácter histérico del personaje, esencial en el autor de caracteres por antonomasia que es Shakespeare. Nunca había viso mal en escena a Haydeé Boetto, pero el disfraz de Halloween que le zamparon como la reina Margarita hace imposible resaltar la carga primitiva de la maldición que lanza en contra de los asesinos de su marido, enrique VI y de su estirpe, en una de las mejores escenas de esta tragedia chusca. Afortunadamente para quienes conocemos la capacidad dramática de Paloma Woolrich, entre los desfiguros que le puso el director, Paloma tiene una escena como la Duquesa de York que deja ver su calidad interpretativa.
Si la premisa fue acercar a los clásicos al pueblo, Mauricio tomó un camino deleznable. Lo entendería si estuviera dando funciones en las colonias populares, periféricas del país, no porque sus habitantes sean imbéciles sino porque difícilmente saben quién es don Guillermo Shakespeare, y porque su formación dramática y estética son las telenovelas y los programas cómicos de la televisión comercial. Pero la obra se produjo con fondos públicos, se estrenó en uno de los mejores teatros de la Unidad Cultural del Bosque del INBA y fue escogida por su calidad (eso dijo ayer Cutberto López al definir uno de los criterios que tuvo la dirección artística de la MNT para seleccionar los montajes que se presentan en Monterrey), para abrir telón en el máximo recinto cultural de la capital regía. Lo estremecedor es que en la función para participantes e invitados de la Muestra, es decir, para la gente de teatro, parte del público festejó la escena final del primer acto en la que el Duque de Gloucester es elegido rey como Ricardo III, que es un mal remedo de un mitin partidista, con todos los clichés dignos, insisto, de la barra cómica del señor Azcárraga.
Está a la vista, por cierto, el capital que se gastaron en la escenografía de Jorge Ballina, que en fotografía parece también un remedo del muro de sangre que utilizó el Deutsches Theater de Berlín en la versión de La Orestiada, dirigida por Michael Thalheimer, aunque en vivo tiene su propia personalidad, hecha para la entrada y salida veloz de los actores, con madera cruda y una estructura tan complicada que requiere de tres días de montaje, lo que imposibilita, por cierto, el supuesto recorrido por las colonias marginales.
Termino subrayando que no estoy en contra de bajarles los pantalones a los clásicos, ni de mexicanizar la obra de Shakespeare, pero hay que hacerlo bien, a fondo, haciendo una verdadera traslación de la historia, el conflicto, los personajes, la forma y el contenido de la tragedia, en suma. No así, como si todo el público fuera una bola de pendejos. Como posdata quiero decir que luego de tantos años de resistir como crítico, con el hígado hecho mierda tantas malas obras de teatro, es una liberación recobrar el estatus de simple espectador, ese señor de la butaca que puede salirse de la sala cuando le colman la paciencia.