Sobre la inauguración de la 39 MNT
- ¿Qué vi?

La extinta variedad del mundo. Foto: Raul Kigra/INBA
Fue amable la recepción que la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México le dio a la comunidad teatral de la República en el centenario Teatro Esperanza Iris. A sus 39 años de edad la Muestra Nacional de Teatro se lleva a cabo por primera vez en la capital del país, gracias al empeño de Ángel Ancona. Sin el penoso provincianismo que exalta la figura del señor gobernador en los estados, la atención se centró en dos mujeres: la actriz tabasqueña que abrió hace un siglo el teatro que lleva su nombre artístico, y la directora yucateca Raquel Araujo quien recibió la Medalla Xavier Villaurrutia. La directora del INBA, Lidia Camacho y la actriz Luisa Huertas completaron con donosura el pokar de reinas.
Es lindo salir del teatro desconcertado, sorprendido, encabronado. El triunfo o el fracaso total de una obra de ficción no dejan margen para la duda, madre de la filosofía. Ayer algunos espectadores salieron con dolor de oídos por el estruendo de la charanga jarocho-balcánica que narra La extinta variedad del mundo, el críptico espectáculo de Alberto Villarreal que abrió el convivio en nombre de la Organización Teatral de la Universidad Veracruzana. Otros se mesaban los cabellos considerando que les habían tomado el pelo. Alguien con muchos años en el teatro dijo que el autor y director del montaje no tenía nada que decir y por lo tanto llenó el escenario de ocurrencias. En mi entorno, solo mi querido amigo Ramiro Osorio mostró entusiasmo por el desfile conceptual que Villarreal desplegó en el escenario.
En el estreno de la obra en Xalapa este mismo año yo creí entender el discurso escénico del autor y diseñador del espectáculo, a pesar de que aún no cuajaba el dominio del espacio y la concentración de los actores. Ayer vi resueltos ambos peros aunque no pude descifrar el código visual, corporal, simbólico del ensamble dramático. Sólo recurriendo al programa de mano supe que la La extinta variedad del mundo “es una épica sobre lo colectivo en el umbral de un tiempo vil, un ensayo teatral donde la pequeñez del gesto es un acto de resistencia frente a la uniformidad que nos extingue”, y que Elías Canetti está detrás de éste concepto.
Un teatro sin riesgo es un teatro en coma, suspendido en el tempo convencional de la poiésis.
Con Luis Mario Moncada como director artístico, la ORTEUV ha tomado el riesgo de la experimentación artística invitando a los directores más lanzados de la escena mexicana, logrando impactos locales e internacionales como el que consiguió en Brasil el montaje de Richard Viqueira a una ocurrencia suya en la que todos los actores estaban desnudos y los espectadores eran defecados por la escenografía que también ganó laureles extranjeros (Psico/embutidos).
Al renunciar al discurso verbal como voz narrativa Villarreal le dio a la música la potestad de acompañar la soflama visual, corporal, gestual, conceptual de su montaje, con una estridencia sin pausa en la que se diluyen los matices de compositores tan singulares como Shostakovic, Purcell, Cerimovic, para regocijo de Joaquín López Chas, compositor, arreglista y director de la Charanga en donde los metales aturden los tímpanos y no dejan dormir a los espectadores que se quedan en babia ante la propuesta estética que nos remite a Kantor y a un tiempo centro europeo de la era soviética.
El arte conceptual corre el riesgo de hablar más por la boca que por la obra, más por lo que quiere decir que por lo que dice, más por la intención que por su resultado. Alberto Villarreal se aventuró a dar una versión escénica de su lugar y de su tiempo mirando al pasado para ver el futuro. Su elenco cumplió impecablemente con la teoría de Gordon Craig del actor marioneta. La organización del espacio fue por momentos sorprendente. Pero al final, queda el carretón de los camotes gritando a todo pulmón: ¡Siéntate!