Asatia: La física de lo simple
José Manuel Velasco
Sucede que el lenguaje no alcanza para definir con precisión aquello que sentimos. Parece inevitable: el flujo de las emociones humanas está destinado a desbordarse, a mutar y a crear torbellinos. Por lo tanto podemos afirmar que en nuestras recurrentes limitaciones nominativas palpita un principio dramático: incapaces de compartir aquello que nos duele nos quedamos solos, fuera de órbita, en un lugar distante y ajeno a la empatía. Sin embargo, tarde o temprano, el nuevo sentir (cualquiera que este sea) cuaja en una palabra. La emoción encarna en el vocablo y el alma descansa: el lenguaje le otorga carne y rostro a ese sufrimiento específico que nos aqueja.
Así —según las geografías— cada lengua cuenta con sus propios conceptos intraducibles, como la schadenfreunde germana, esa alegría medio cómplice que deriva al ser testigos de la desgracia ajena; la toska rusa, una especie de angustia mórbida sin causa conocida; o el wanderlust sajón, referida al poderoso impulso viajar y recorrer el mundo. Al final parece que la imaginación encuentra sus formas de expresarse. Un fenómeno similar ocurre también en los procesos contemporáneos de creación, cuando el artista explora nuevas estrategias de representación y persigue así la sombra de una época acelerada e impredecible; quiere —a su manera— darle un nombre al Zeitgeist o al espíritu de los tiempos. Es en este contexto de transmutaciones vertiginosas y de vacíos innombrables donde surge Asatia, la obra que presentó recientemente el Colectivo Berenjena en el ciclo Teatro de una Noche de Verano 2018, curado por Juan Carlos Franco.
Asatia cuenta la historia de Paula Mancebo (Verónica Bravo), una joven chelista decidida a alcanzar la cima más alta de su oficio. Desde muy pequeña, Paula ha vivido acosada por el ideal de tocar en la Orquesta Filarmónica de Berlín y está dispuesta a sacrificarlo todo para lograrlo. La figura del narrador (Eduardo Orozco) va hilando la historia, al tiempo que introduce a los diversos personajes que orbitan en el universo de Paula. Así (por medio de las distintas interpretaciones del mismo Orozco) conocemos a los padres de Paula, a sus tutores, a algunos de sus amigos y —principalmente— a Martín, un galerista simpático con quien ella tendrá un romance fugaz y significativo. Gracias a una dramaturgia efectiva, dinámica y plena de guiños humorísticos, la anécdota progresa y sirve para llevar al límite la premisa dramática: la imposibilidad de expresar lo que sentimos.
Es a mitad de una conversación entre Martín y Paula donde el espectador escucha por primera vez la palabra asatia, una suerte de concepto-imán que apunta hacia la parálisis emotiva que sobreviene tras sufrir prolongadamente el hambre de absoluto. Esta asatia aplica también a manera de gesto perplejo e indeciso ante los dilemas planteados a lo largo de este montaje: las contradicciones del arte conceptual, las trivialidades del amor romántico y la profesionalización de los oficios artísticos y sus ataduras académicas. Las actuaciones de Verónica Bravo y Eduardo Orozco, sostenidas en el espectro de un realismo bien contenido, seducen al espectador y lo vuelven cómplice de un universo poético íntimo y precipitado. La urgencia y la prisa empujan los cuerpos de los personajes; esto contribuye a crear una atmósfera de vértigo que irá saturándose mientras avanza la historia de Paula. Como botón de muestra del juego gozoso que entabla esta pareja de talentosos actores, menciono dos escenas: la interpretación de canciones durante el viaje a la playa y el intercambio de cortesías dieciochescas en la escena de la fiesta. La escenografía, a cargo de Salmah Beydoun, consiste simplemente en un sofá y en un par de sillas; sin embargo, se complementa maravillosamente con el diseño de iluminación de Natalia Sedano, ya que los cambios en la disposición de estos elementos permiten a los actores recrear los espacios en donde trascurre la acción.
Asatia es parte del teatro joven que está preguntándose cómo narrar y cómo escenificar los ritmos (culturales y emotivos) de una sociedad desquiciada por el ruido y los discursos de “éxito”. Una sociedad en donde se han emborronado los márgenes de fenómenos tan complejos como la moda, la tradición y la vanguardia, y en la que cada día es más difícil hablar de las exigencias del oficio artístico sin pasar por tirano, retrógrada o avelino. En ese sentido, la historia de Paula refresca y va a contrapelo del ansia de exposición que tanto abunda en nuestros actuales artistas de la prisa.
Por último me gustaría destacar el trabajo colaborativo con Xóchitl Galindres en la dirección de actores, ya que deja ver un teatro que rehúye a los totalitarismos de dirección y que está construido por medio del diálogo y el disenso propios de la creación colectiva. Este montaje es prueba de que lo simple y lo preciso puede ser a su vez complejo y contundente. Habrá que ir pensando en una palabrita técnica para definir a la vanguardia que decide respirar y volver a lo elemental, la que sabe aceptar que a veces el teatro no necesita más que una buena historia y unas buenas actuaciones, y que todo lo demás corre a cuenta del azar.