Ionesco, un autor costumbrista
MILENIO. LABERINTO
Fernando de Ita
En México, Ionesco es un autor costumbrista, dijo Alejandro Jodorowsky en 1968 mientras el autor de origen rumano y nacionalidad francesa se paseaba por las calles de la ciudad capital invitado a la Olimpiada Cultural que se hizo en aquel año nefasto para los mexicanos, no para Eugen Ionescu, (Slatina, Rumanía, 26 de noviembre de 1909-París, Francia, 28 de marzo de 1994), quien ya gozaba de la celebridad adquirida como el primer autor del Teatro del Aburdo. Jodorowsky lo dijo en venganza de lo que sucedió en la ciudad de Pachuca en la que debía dar una conferencia sobre el autor mencionado en el salón de actos de la universidad local, tomada por los estudiantes. El cambio de sede tomó por sorpresa a los organizadores que ignoraban quien era Ionesco y quien era aquel chileno narigón de pelo ensortijado que les habían mandado para dar una charla sobre un tema tan lejano para ellos como la constelación de Orión. Yo tenía 19 años y un primo hermano que trabajaba en el Comité Olímpico a sabiendas de mi afición por el teatro me dio las llaves de un automóvil y la dirección de Jodorowsky para que lo llevara a la capital de mi estado a platicar sobre la obra de un autor que yo sí conocía porque Hebert Darien nos había leído “La cantatrice chauve”, con el inconveniente, claro está, de que Hebert no leía francés. Pero lo explicaba muy bien. No tan bien como Jodorowsky que vivió en Francia todo el tiempo que trabajó al lado de Marcel Marceau, pero lo suficiente para hacernos entender que la obra de Ionesco era el epítome de la incomunicación en la que vivía el hombre moderno. Jodorowsky estaba cabreado porque al no tener dónde presentarlo sus anfitriones lo invitaron a comer en Pachuquilla barbacoa de hoyo. Así le dijeron y el director chileno se puso a reír como poseído, para sacar la muina, supongo, diciendo a borbotones que sólo en México se podía comer un hueco, un vacío, un hoyo. Pensamos que se le había fundido el seso porque en Hidalgo se ha comido barbacoa de hoyo desde tiempos inmemoriales. El primer tequila le devolvió la cordura al invitado, pero el quinto o sexto se la arrebató de nueva cuenta porque se puso a dar su conferencia en voz alta para que todos los comensales supieran que Ionesco era un autor de teatro que convertía a la gente común, a la gente del pueblo, en rinocerontes. Nadie oso interrumpirlo aunque yo era el único que le seguía el hilo que rompió abruptamente diciendo la frase con la que inicia este artículo. De regreso a la ciudad de México siguió bebiendo tequila y hablando del autor de “La lección” y “Les chaises”, dos de las obras que montó en el Teatro la Esfera de la ciudad de México. Antes de dormirse alcanzó a decir: “Ionesco es un burgués de mierda”. O algo parecido. Acaso tenía razón porque muchos años después, cuando Héctor Azar me distinguió con su amistad supe que mientras yo llevaba a Jodorowsky a comer barbacoa de hoyo él conducía a Ionesco a la fonda de las calles de Regina en la que se comía chango, armadillo, venado, serpiente de cascabel y otras delicadezas gastronómicas que horrorizaron al autor de “El asesino”, el drama estrenado en París en 1958 donde aparece por primera vez el chaplinesco señor Bérenger, para muchos, el alter ego de Ionesco, quien según Azar se comportó en México no como el iniciador del teatro que modificó el sentido cartesiano del drama europeo para instaurar el malentendido como el signo de la modernidad, sino como el futuro miembro de la Academia de la Lengua Francesa (lo nombraron en 1970), todo un monumento a la solemnidad que él hizo estallar cuando estrenó en París en 1950 una obra en la que el señor y la señora Smith hablan como hablamos en México: pura cháchara.
Como tantos otros, yo creía que el celebre montaje de “La cantante calva” que montó Juan José Gurrola en La Casa del Lago en 1960 era la primera pieza ionesqueana que se hizo en México, pero Rodolfo Obregón me hizo ver que fue “El salón del automóvil”, traducida nada menos que por Octavio Paz en 1956 para uno de los programas de Poesía en Voz Alta, dirigida por Héctor Mendoza e interpretada por Juan José Arreola y Eduardo Mac Gregor. En la ciudad de Nueva York, luego de insultar a dos críticos estructuralistas que le hacían preguntas ininteligibles, Juan José Gurrola me contó, con el décimo güisqui en la mano, que la escenificación de aquella obra inaugural del absurdo de la posguerra fue la piedra de toque para el jolgorio intelectual que se armó en la ciudad de México en los años 60 y que tuvo una de sus culminaciones cuando él y Jodorowsky se pusieron a bailar en la mesa redonda que se organizó en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM sobre el Teatro Pánico. En el perfecto inglés que hablaba, Gurrola me dijo algo que traduzco literalmente: “Pinche Alejandro, muy mimo, muy sécale punta con el cuerpo, me la peló con la rumba, yo gané aquel enfrentamiento meneando el culo como rey”: Se querían bien aquellos dos niños terribles.
Gurrola no ignoraba que meses antes de su debut con Ionesco Antonio Passy estrenó la misma obra en la ciudad de México, pero quería ignorarlo para ser el primero en todo. El día que refiero estábamos en Nueva York en un coloquio sobre teatro mexicano al que Juan José me llevó para que diera cuenta de su grandeza. Fueron tres días agotadores en los que Gurrola se bebió un barril de güisqui y que terminaron en el burdel familiar que tenía la querida Eva Norvind en la ciudad de hierro. Digo familiar porque la actriz noruega que causó furor en México en los años 70 tenía de putas a respetables amas de casa que iban al hotel de Manhattan a cumplir sus fantasías eróticas. La mención viene al caso porque en los años 80 Julio Castillo estrenó con la Compañía Nacional de Teatro, Ese formidable burdel, una sátira de la democracia escrita en 1973 que julio confundió con una crítica a las dictaduras.
Aquel chamaco del barrio bravo de Santa Julia fue de muy joven asistente de Jodorowsky y desde sus primeros montajes recibió el visto bueno de Gurrola como el director más imaginativo de la comarca. Tan poderoso el Julio con la mente que una noche en Garibaldi convenció a Martin Esslin, el crítico inglés que puso en boga el adjetivo de absurdo para el teatro de Ionesco, Beckett, Adamov y compañía, de que el verdadero padre del teatro del absurdo era Antonio González Caballero. Lo curioso del caso es que Julio no hablaba inglés y Esslin desconocía el español, y lo más significativo es que Julio tenía razón porque siendo un autor costumbrista, González Caballero demostró que México es el país más absurdo del mundo.
Como escribo esta nota en Culiacán, la tierra de Óscar Liera, recuerdo que Óscar sostenía que hacer teatro del absurdo en México era una redundancia. Sin embargo, a 100 años de su nacimiento, es oportuno comentar que Ionesco fue el digno heredero de Alfred Jarry, el inventor de la patafísica que modificó el teatro europeo a finales del siglo XIX con una sola palabra: ¡Mierda! Como Jarry, Ionesco se batió desde muy joven en contra la cultura establecida, escribiendo desde 1928 poesía sarcástica y artículos vitriólicos en los que se enfrentaba a la intelectualidad dominante. Son famosos sus ensayos escritos en 1934 en la revista “No” en los que denosta a los santones de la cultura rumana como Camil Petrescu y Mircea Eliade. Diez años más tarde traduce al francés al poeta rumano Urmuz (1883-1923), precursor del surrealismo y la literatura del absurdo. En 1948 comienza a escribir “La cantante calva” que será estrenada el 11 de mayo de 1950 en el Théâtre des Noctambules de París, bajo la dirección de Nicolás Bataille. La obra que duraría medio siglo en cartelera fue prácticamente ignorada en su estreno pero el reconocimiento que le dieron personalidades como Breton, Buñuel, Adamov y Mircea Eliade la salvó del olvido para convertirla en una pieza que anunciaba a Beckett y al teatro que pondría en el centro de la cuestión lo absurdo de una sociedad que salía de la guerra más devastadora de la humanidad para perder contacto consigo misma. Entre 1950 y 1970 Ionesco escribió algunas de las sátiras más punzantes y certeras de su siglo. Que aquel cínico, a la manera griega, terminara cargado de honores, de medallas, como el burgués de mierda que proclamó Jodorowsky aquella tarde en Pachuquilla, es parte del absurdo de éste y todos los tiempos.