Tijuana como escenario
Tijuana no es una ciudad, es una metáfora urbanizada. Tijuana es el puente sensible, cartografía simbólica no de dos culturas que se tocan, sino del temperamento latinoamericano en general, la particularidad de la vida californiana y la sombra del imperio que evade el aislamiento identitario. Tijuana está ahí, en ese nudo de calles que atajan el mar y se repliegan hacia un muro. Tijuana habita desde la óptica fantástica de sí misma, como la seducción de una puta frente al espejo.
Así, Tijuana es un espacio vivo de teatralidad, de esa sustancia con la cual está hecha la cultura escénica, más allá de los espacios convencionales y hegemónicos. El mejor teatro de Tijuana ocurre en ciertas calles y avenidas de la ciudad, en los rincones de algunas cantinas, en las piernas imperiales de las mejores estríper, que se cuentan por decenas, en las persecuciones policiales, en los burros pintados como cebras. Esta ciudad/encrucijada desde la cual han brotado experiencias estéticas desde el más alto eclecticismo, teorías sobre la identidad (y sobre la postidentidad, Heriberto Yépez, por ejemplo) nos fascina, especialmente a quienes estamos de paso y entramos al mundo tijuanero esporádicamente, como turistas de la conceptualización apocalíptica, dantes con sus respectivos virgilios (provistos de visas para hacer shopping) y el boleto de avión de regreso.
Ver y hacer teatro en Tijuana es combatir contra la ciudad como escenario que hipnotiza por la cantidad y calidad de escenografía, ya folklórica, ya posmoderna o decadente que emana. Tijuana es el lugar del sexo fácil, de las apuestas, del cruce de personas, de droga y también (curiosamente) del prestigio de la ficción en los soportes habituales; es decir, mientras en el centro de la ciudad la fiesta se prodiga, en las aulas estudiantes de Baja California se preparan para entender y (re) pensar el lugar que habitan echando mano de la ficción. Aquí el posdrama llegó tarde, porque se parece demasiado a la ciudad. La muestra es el aluvión de ficción en literatura, arte y recientemente teatro de primer nivel que se construye desde el último o primer punto de América Latina. Para defender una noción que de a poco se hace tradición en Tijuana: en el basurero de California también se piensa, hay talento y ganas de entender el presente. Un impulso para transitar hacia cierto cosmopolitismo que no es común en las ciudades mexicanas. Hasta en eso Tijuana es distinta. Tiende puentes, cuando otros buscan ensimismarse.
Parte de esa necesidad genuina de hospitalidad artística cada vez más común en Tijuana (y necesaria, para desligarse de otros lugares de la frontera mexicana donde reina la endogamia, trascender el ser-fronterizo) lo representa a cabalidad La Alborada AC, un foro teatral independiente – equipado técnicamente de la mejor manera – ubicado en la colonia Cacho que genera proyectos escénicos desde la gestión del promotor cultural Rodolfo Álvarez quien tuvo a bien establecer un convenio inédito entre las salas independientes del país (Carretera 45 de Antonio Zúñiga, foro ubicado en la colonia Obrera de la ciudad de México) para promover el intercambio entre grupos profesionales de Tijuana y los capitalinos.
Bajo este panorama se llevó a cabo la Temporada de Teatro Primavera en La Alborada 2015 donde se presentaron las obras Bambis dientes de leche (de Antón Araiza), Tres tristes tigres (de David Orci) y Malas palabras (de Perla Szuchmacher) de la Ciudad de México y la obra local Inmolación, bajo la dirección de Ray Garduño, quien se ha convertido en uno de los pocos especialistas del teatro mexicano en espectáculos para adolescentes.
Bambis dientes de leche, unipersonal de extraordinaria confección. Uno de los mejores monólogos que haya visto en México. Con limpieza casi científica, David Jiménez Sánchez compone la experiencia vital del niño que interpreta magistralmente Antón Araiza – también autor del texto – con elementos mínimos donde la narración está cimentada en un juego de presente/pasado que no se entorpece a la manera de los mejores cuentistas. Acaso el final de la pieza, nimio y algo acelerado, no cierra las puertas que hábilmente fue abriendo en la imaginación del espectador y podría ser el único escollo de un trabajo de dirección y actuación sorprendente. Araiza es un actor categórico, gestualmente impecable, con un manejo de la voz que no acepta menoscabo y la habilidad corporal suficiente como para situarse en medio de la sala y sencillamente contar, relatar desde las emociones mínimas. Falso biodrama, eso sí, que logra engañar al espectador al hacer creer que el propio Antón habitó esa ficción de modo auténtico. Sencillamente el juego de edades lo hace imposible y aunque es uno de los méritos de la puesta en escena, personalmente me gustaría que descubrieran el engaño, para mengua del oleaje autobiográfico que invade vanidosamente nuestras salas.
La siguiente puesta en escena, Tres tristes tigres del joven David Orci, quien actúa en la pieza junto a Emma Solórzano y Ricardo Enríquez. La dirección corrió a cargo de Jesús Ochoa y Jaime Estrada. Pieza sin género, mitad farsa, melodrama e improbable comedia de situación freudiana, esta obra echa mano de un dispositivo escénico categórico atractivo visualmente, aunque poco funcional para los intérpretes, pues se trata de un cubo que de a poco se va trenzando con cuerdas que simulan ser el laberinto del subconsciente.
Más allá de la carestía del texto, quizá producto de una apresurada lectura borgiana, cuyas premisas se agotan enseguida y de la complejidad del entramado escénico que dificulta a los actores no solo el tránsito o la enunciación o mostrase habitados por alguna destreza, la dirección actoral se echa en falta. Hay puestas en escena donde se nota con excesivo protagonismo la mano del director, el caso de Tres tristes tigres es justo lo contrario. Un triángulo de desengaños desde el onirismo que nos recuerdan la dramaturgia urbana de los ochentas y principios de los noventas (sí, aparece un detective) donde la liviandad y el aparente embeleso eran moneda de cambio, bajo esquemas de escritura que pretendían no ser convencionales y lo eran, sin saberlo. Se nota falta de asimilación en el autor sobre la tradición dramatúrgica que habita; en general un montaje que podría ser un examen, parte de un proceso pedagógico, de ninguna manera un producto acabado.
Finalmente, la obra para joven público Malas palabras interpretado por Micaela Gramajo Szuchmacher, el montaje mítico que estrenara su madre Perla Szuchmacher en el año 2002, teatrista parte de ese triángulo inadvertido de la dramaturgia mexicana que renovó la manera de hacer teatro para público específico, junto a Maribel Carrasco y Berta Hiriart. En una tradición tan masculina como la del teatro mexicano es interesante que a principios de este siglo la mayor renovación en contenidos (en cualquier rama de la teatralidad) provenga de tres autoras. El éxito del teatro para niños y jóvenes en México es inexplicable sin ese tridente fantástico de literatura dramática al servicio de esos locos bajitos que conocieron, como en este montaje, que las malas palabras no lo son tanto, que tienen un lugar en el diccionario y en la vida y que la adopción es otra forma de entender la familia. Hasta hace relativamente poco tiempo estos temas en la escena debían abordarse de una forma ñoña y didáctica, no es el caso de Malas palabras que generosamente dilucida Micaela Gramajo, fiduciaria del tesón de una mujer de extraordinaria generosidad como lo fue Perla Szuchmacher; quienes la conocimos vemos en Malas palabras la heredad de un teatro que no pierde vigencia, mientras otras piezas dramáticas – en especial del teatro para adultos – escritas en la misma temporalidad son casi objetos arqueológicos.
Igualmente la puesta en escena conserva la dulzura inicial y el mismo acercamiento con el público, quizá es ahí donde podría actualizarse, en entender que los niños de esta década, por ejemplo, pueden escuchar con mayor naturalidad una mala palabra y que la puesta en escena en ese sentido podría ser más arriesgada, justamente por el camino recorrido. El trabajo de Gramajo es impecable, emocionante y sobre todo en sintonía con los espectadores más jóvenes. Ver Malas palabras y sentir su carga emotiva de primera mano es entender que Perla Szuchmacher nos acompaña, porque como dijo Ricardo Garibay: “el escritor no desaparece; donde se abran sus libros volverá a vivir de modo entero, con su mundo todo, en nuestras manos, en nuestro corazón e inteligencia agradecidos”, valga también para la dramaturgia. Puedo entonces asegurar que Perla Szuchmacher estuvo en esta primavera en Tijuana, en la iniciativa teatral que lleva a cabo La Alborada Centro Cultural.
21 abril, 2015 @ 10:09 pm
Mtro. Enrique Olmos de Ita, gran reseña.
Un honor haber participado.
Durante tres días pude conocer y escuchar a personas inteligentes y arriesgadas en su trabajo dentro y para el teatro. Abrazos para todos ustedes.