LUDWIK MARGULES
Por Diversas razones Ludwik Margules es un personaje singular del teatro en México. Primero: es extranjero. Pero no podemos colocarlo en el nicho de los directores y maestros foráneos, como Seki Sano y Álvaro Custodio, porque ellos ya llegaron formados y con experiencia a trabajar entre nosotros. En cambio, Ludwik se formó aquí como hombre de teatro y como hombre a secas.
Naturalmente lo hizo con el bagaje histórico y cultural de un joven polaco de origen judío que de niño conoció los horrores de la Segunda Guerra Mundial. De ahí su intransigencia como artista y como persona. El director de escena alcanzaba grados de crueldad con los actores porque odiaba la tibieza, el fingimiento y el sentimentalismo. Quien ha estado en un campo de concentración soviético conoce de sobra el desamparo de la criatura humana.
-Sólo sacando al actor de su zona de seguridad puede tomar riesgos, y sólo raspándole el ego puede llegar al fondo de su personaje, solía decir el querido Margules.
Yo lo conocí a finales de los años 70, cuando era el jefe del Departamento de Teatro de la UNAM. Meses antes de iniciar mi periplo en el periodismo cultural y la crítica de teatro, había visto su montaje de, El tío Vania, de Chéjov, y había quedado sin aliento. Con la escenografía de Alejandro Luna el pequeño foro del Teatro Arcos Caracol que estaba en la avenida Chapultepec en la ciudad de México, me pareció inmenso porque cabía una dacha o casa de campo rusa, con unos ventanales enormes por los que entraba la luz del mismo Alejandro, que era prodigiosa. Años más tarde, supe que eran las ventanas de su casa en Coyoacán, pero ahí resultaban totalmente ficticias, esto es, artísticamente reales. El reparto era de lujo, pero yo quedé deslumbrado por dos actrices irrepetibles. Mabel Martín y Julieta Egurrola. La primera en la cima de su dominio escénico y la segunda con una proyección física y mental que te dejaba hipnotizado. Como el vestuario era de Fiona Alexander mi primera reacción al trabajo de Margules fue de reverencia.
Supongo que le gustaban mis notas sobre teatro porque inesperadamente me invitó a comer para invitarme a un encuentro de crítica que se haría en la ciudad de Bogotá. Acepté encantado aunque al llegar a la capital colombiana y buscar a mis contactos nadie sabía nada sobre dicha reunión porque se canceló pero nadie le avisó a los invitados. Igual, ese primer contacto abrió el cauce de una amistad que duró hasta su muerte. Tuve la fortuna de compartir sus últimos meses de bebedor a la polaca. Nada de coctelitos para afeminados. Una botella de vodka por garganta. Fueron veladas muy intensas y muy raras porque yo era el único bebedor que no hablaba ruso o polaco, de manera que nunca me quedó claro el motivo de mi presencia en esos zafarranchos etílicos, aunque los agradecí por dos motivos: las amigas polacas de Ludwik y lo que aprendí sobre Polonia, información que me fue muy valiosa porque más tarde haría un reportaje sobre la República Democrática de Polonia en donde ya se estaba gestando el movimiento de Solidaridad que rasgaría la cortina de hierro del imperio soviético.
Precisamente el montaje, De la vida de las marionetas, de Bergman, que para muchos es la cumbre de la creación marguleana, nació del golpe de estado que dio el general Jaruzelski en 1981, cuando Ludwik estaba en Polonia. Salió de ahí devastado porque de nuevo vivía en carne propia un estado de sitio. En el estupendo libro de memorias que Ludwik le dictó a Rodolfo Obregón, comenta que fue tanto su abatimiento que tuvo que reposar un tiempo en los campos azules de Kentucky. De la vida de las marionetas significó el regreso a la vida para mí, le dijo el maestro a su discípulo. Por el contrario, para algunos espectadores esa obra fue un golpe en el bajo vientre por la descarnada violencia que inundaba el minúsculo foro Sor Juana de la UNAM.
De nuevo Alejandro Luna fue el artífice de un espacio escénico que sintetizaba magistralmente el mundo que comenzaba a podrirse en la vieja Europa. Y estaba Fernando Balzaretti, el actor que fue el Marcelo Mastroianni de Ludwik, su actor fetiche.
Nombrar a Berman es recordar la pasión de Margules por el cine, tan grande como su amor por el teatro. De ahí que era un gozo y una penitencia coincidir con Ludwik en Nueva York, porque como ya no tomaba, te sacaba de los memorables bares neoyorkinos para que lo acompañaras a los cines del Greenwich Village en donde podía pasar el día entero viendo películas que solo él y Woody Allen conocían, películas en Yiddish sin subtítulos, por ejemplo. Aunque a la hora de la cena su ingenio y malevolencia compensaban el sacrificio, sobre todo por la forma de expresarse. Como aprendió el español leyendo a los clásicos utilizaba formas verbales del siglo XVI o maldiciones del siglo XIX. Era un encanto.
En los años 90 disfruté de su compañía y de su magisterio en varios estados de la República. Yo coordinaba un programa de Apoyo al Teatro patrocinado por el INBA pero fuera de la institución, y Ludwik era uno de mis invitados favoritos. En La Paz, Baja California Sur, desayunaba abundantemente a las 9 de la mañana. Abría el taller a las 10. A las 11 le decía a su asistente que trabajara el relajamiento y las fantasías del grupo tirándolos al suelo con los ojos cerrados. Salía corriendo a los sabrosos tacos de pescado y camarón de la esquina donde devoraba mínimo media docena. A las 2 terminaba la clase y en cuanto pisaba la calle me decía:
-Fernandito, ¿a dónde me llevas a comer hoy?
En Hermosillo, Sonora, fue el hombre más feliz del mundo porque el hotel tenía un restaurante que daba servicio las 24 horas del día. Durante las dos semanas que duró su taller invariablemente sus alumnos lo hallaron a diferentes horas de la madrugada tomando un refrigerio., que tratándose de Ludwik incluía carne y embutidos.
En La Paz descubrí otra de sus debilidades: el buceo. Como niño pequeño, aguardaba el fin del curso para salir corriendo al Mar de Cortés que es el paraíso de los buceadores. Se metía al mar el tiempo que le permitía el tanque de oxígeno y era tremendo verlo salir con su traje de rana porque de las axilas le colgaban dos manojos de tubérculos que al observador lo dejaban atónito y a él lo tenían sin cuidado.
-Son formas de la ira, dijo ante la mirada de plato que teníamos sus acompañantes. Son todos los actores y las actrices que no he asesinado.
Lo extraordinario en Margules es que siendo uno de los directores del teatro universitario que exploraron y explotaron la teatralidad para llevarla a la altura de los mejores directores de su tiempo, en sus últimos años se convirtió al ascetismo. Adiós teatralidad, adiós espectáculo, adiós simulación. El teatro es vida desnuda, cortada a tajo. En Cuarteto, la compleja obra de Heiner Müller, halló la obscenidad y la virtud del lenguaje y la conducta humana. Ahí comenzó la última etapa de su teatro. Como podemos leer en las conversaciones con Rodolfo Obregón, Ludwik Margules fue alumno de los fundadores del teatro modero en México: Enrique Ruelas, Seki Sano, Custodio, Azar, Fernando Wagner, Novo. Estudiaba y trabajaba de mil usos y fue de los espectadores que aplaudieron la renovación del teatro mexicano con Poesía en Voz Alta. Militó 30 años en el teatro universitario, fue director, maestro, funcionario. Cuando se acabó la chamba en Ciudad universitaria fundó el Foro de la Rivera y el Foro de Teatro Contemporáneo. El teatro fue su vida y dio su vida por el teatro. Fue un privilegio conocerlo, tratarlo y descubrirlo como un ogro con corazón de pollo.
Margules, no puedo despedirme de ti sin contar esta anécdota: en un hotel de la colonia Juárez de cuyo nombre no quiero acordarme, coincidimos en el jardín donde se tomaba la copa. Yo había ido al encuentro de una joven y bella actriz de provincia que esa tarde me dijo que no podía quedarme más tiempo con ella en la cama porque tenía una cita de trabajo. Ya vestido atravesé el jardín para llegar a mi automóvil y al verte te salude jubiloso con una pregunta:
-¿Qué haces aquí Margules?
Y respondiste, con esa risita entre dientes tan tuya:
-Es que cuando tú sales, yo entro.