El Teatro del Placer. Cuarta Parte
Luego de la terrible muerte del doctor Álvaro Valerdi se murmuró en los llanos que su ruina como hombre de bien se debió al opio que consumió desde su juventud. En rigor, esto es mentira, y aun así forma parte de la verdad respecto a la enigmática personalidad del último señor de Zotoluca, de quien su tercera mujer pudo decir, al borde del suicidio: “Nunca supe quién era…, si un enviado de dios o un recadero del diablo”.
La idea de que el doctor Valerdi tenía un fumadero de opio en una de las torretas de la hacienda, salió de las curaciones de sueño con las que su nana lo trató desde niño para calmar su incurable melancolía. La flor del sueño que utilizaba la curandera tlaxcalteca no era la amapola sino el achicote, una flor blanca de inmensa corola color naranja que crecía a su antojo en loa rincones más húmedos de Los Llanos de Apan. Era una flor tan bella que los niños se la ofrecían a la virgen el mes de mayo, sin imaginar que la esencia de aquella corona de pétalos tiene 25 alcaloides que le permiten a la mente humana viajar por regiones inexplicables. El pensamiento común las llama cielo e infierno, aunque de ser cierto el testimonio del doctor Valerdi, quien fuma a conciencia el humo del achicote descubre que todo aquello que rebasa nuestra razón, es innombrable.
Álvaro Valerdi conoció los efectos del achicote a la temprana edad de nueve años, cuando su nana lo nombró sacristán del cirio con el que curaba los males de sus vecinos, y en el que prendía su pipa de adormidera. De acuerdo con los papeles del doctor Valerdi, esos fueron los días de su revelación del mundo y de las cosas que están dentro y fuera de su campo de acción. He aquí sus notas al respecto:
“Aquella india sin edad, dura como una piedra y dulce como un río, fumaba el achicote para curar a los enfermos que se formaban los sábados por la tarde junto a la carbonería que ella usaba como consultorio. Aquel cuarto no era otra cosa que el hoyo de una mina alumbrado por un cirio de iglesia. De niño viví temeroso y fascinado por la cueva de mi nodriza, atraído y rechazado por aquel cuarto infernal envuelto en humo donde mi nana batallaba intensamente contra los horrendos espíritus de la enfermedad. Sin que mis padres lo supieran, a los nueve años me convertí en su ayudante. Yo les preparaba sus pipas de hierba y achicote, le servía el mezcal, acomodaba el altar con las piedras y los santos que ella me señalaba, traía el agua del jagüey, hacía pasar a los enfermos y me ocupaba, fundamentalmente, de vigilar que el cirio no se apagara ni un momento durante la ceremonia de curación.
“Tengo presente que mi nana me preparaba para la tarea pasándome las manos y el cirio por la región del ombligo, provocándome de inmediato la sensación de que yo era alguien más, estos es; alguien que se había salido de su cuerpo para flotar entre las tinieblas del cuarto, jalado por las fuerzas del Bien que había convocado mi nana para que la auxiliaran en su misión curativa. No tengo claro cuándo fue la primera vez tuve el terrible deseo de darle una fumada a su pipa misteriosa; sólo recuerdo que semejante atrevimiento me llenaba de temor y felicidad, esa curiosa mezcla de sentimientos encontrados imposibles de resistir, a pesar de que en el fondo de nuestra mente veamos con toda nitidez que cumplir ese deseo nos puede costar muy caro.
“Un día simplemente exhalé el humo de la pipa y en verdad fui a dar a otra parte de la tierra que me sedujo para siempre. Aquel era un mundo inexplicable porque no tenía sentido afocarlo de la manera acostumbrada, primero que nada porque el humo del achicote adormilaba a los guardianes de la razón, de modo que la mente podía salirse a pasear con toda soltura por las anchas avenidas de lo desconocido. Es increíble lo lejos que uno puede ir cuando la conciencia de la vida se abre como una nuez para percibir lo que está más allá de las formas y las apariencias, lo que se encuentra en el fondo de las personas y las cosas. Mi nana decía que ella usaba el humo del achicote para tener fuerzas en su viaje al misterio, aunque no para hacer el viaje, que corría por su cuenta. Yo, en cambio, tenía fuerza de sobra pero no podía despegarme de mis certezas sin el auxilio del achicote. Esta es la diferencia entre ser el amo o el esclavo de nuestros vicios”.
El doctor Valerdi le escribió en el verano de 1943 una carta a su hija María Fernanda en la que desmiente de todo corazón que la causa de su mala vida fueran las pipas de achicote y su calentura por las mujeres. Según sus cuentas ambas cosas eran lo mejor que le había sucedido en sus 44 años de pisar la tierra. Lo malo en él era la tristeza, la penosa sensación de fragilidad y desamparo con la que vino al mundo, al que llegó, por cierto, en un tiempo convulsionado por la guerra, en el ocaso de un siglo almidonado y cursi, cuando el ancho y seguro mundo de los Valerdi comenzó a ser más estrecho e inseguro que nunca. En este punto es admirable el arrojo que mostró Álvaro Valerdi al desafiar la moral de la época con una forma de conducta que lo llevó a la soledad más espinosa que puede vivir un hombre, aquella que se forma con la incomprensión de sus semejantes: la soledad de Luzbel, la soledad del Malo, que tiene principio pero no fin.
Condenado por sí mismo a la expulsión del paraíso cotidiano en el que un hombre sensato y sin apuros económicos puede vivir a sus anchas, el doctor Valerdi se refugió en el Tao, donde el bien y el mal son peldaños de la misma escalera hacia el vacío absoluto en el que el ser encuentra la plenitud de la nada, en la que de acuerdo con el Tao, todo está contenido. En el Tao del Amor, la dicha y el placer de la carne son los medios para alcanzar la más alta paz del espíritu. En el Tao el hombre no lucha contra su deseo, más bien lo afina y potencializa hasta convertirlo en un acto de transformación vital que le permite tocar físicamente lo innombrable, lo desconocido, lo que está más allá de la muerte: la vida eterna.
Esta gloria sin dios, sin premio y sin castigo a la que el ser humano puede llegar mediante sus órganos sexuales, resultó incomprensible para las tres mujeres que Álvaro Valerdi amó como esposas. La primera perdió la razón en la búsqueda del placer sagrado. La segunda murió con un crucifijo en la mano, aterrada por haber sido, según su propia expresión, la mujer del diablo. La tercera se cortó las venas para detener el torrente sanguíneo que la empujaba al vicio que su marido tenía por la parte más recóndita de su cuerpo. Nadie puede decir que el doctor Valerdi fue el asesino de sus tres amores. Es más justo anotar que fue el amor la causa de esas tres muertes, ya que fue por amor a sus esposas que Álvaro Valerdi quiso compartir con ellas la posibilidad de morir de placer; lo que de acuerdo al Tao es vivir para siempre.