El Teatro del Placer. Tercera Parte
La navidad siempre fue hermosa en la hacienda de los Valerdi, o si se prefiere, llena de sorpresas. El ritual de la Noche Buena era seguida por todos los habitantes de la casa al pie de la letra desde las cinco de la mañana en que comenzaban a matar los guajolotes codornices y lechones para la cena, hasta la madrugada del día siguiente en que las mujeres y los niños caían rendidos en sus camas mientras los señores de Zotoluca ensillaban sus caballos para salir a galope tendido hacia los burdeles del llano, donde los esperaban las putas con la ansiedad que muestran los niños ante la inminente llegada de los reyes magos; y aun así, a pesar de que año con año era la misma historia como calca de una fecha sobre otra, no había nada más excitante y novedoso durante el año que las navidades que celebraron los Valerdi de la mitad del siglo XIX a la mitad del siglo XX en la región oriental de Los Llanos de Apan.
Si hay algún mérito en darle a la costumbre el valor de lo extraordinario esa virtud fue, generación tras generación, el santo y la seña de las mujeres de Zotoluca, Chimalpa y San Lorenzo. La navidad era en sus manos la fiesta de la familia, de los abuelos, los padres, hijos, nietos, hermanos, tíos, primos, sobrinos, ahijados y parientes lejanos que tuvieran la V de los Valerdi en alguna parte de su apellido.
Ellas hicieron de la Natividad de Cristo una verdadera fiesta de epifanía en la que aun los hombres más duros e intolerantes de la familia hincaban su cuerpo en tierra para reconocer de rodillas el misterio de haber nacido. Esa noche la abuela, la madre, la hija, la nieta, la hermana, la tía, la sobrina, la ahijada, la pariente lejana tomaba el sartén por el mango. De ahí que aquellas fiestas fueran inolvidables; tenían el toque de la ternura y perversidad, de sobriedad y demencia que distingue a las mujeres que tan solo uno de los 365 días del año se toma la libertad de soltarse el chongo.
Era tan contundente ese impulso de autodeterminación femenina la noche alegórica en la que la Virgen María parió, en términos profanos, al hijo de Dios sobre la tierra, que los hombres de la casa se portaban entonces como unos buenos, mansos, picarones hijos de familia, dispuestos a festejar cualquier ocurrencia de sus mujeres, que por lo mismo, los despreciaban más que de costumbre. La sangre nunca llegaba al río porque en medio de su justo desquiciamiento ellas eran las únicas en tener presente que mañana sería otro día y los hombres de la casa volverían a ocupar la cabecera de la mesa.
Álvaro Valerdi, cuyos papeles privados son la fuente original de esta historia, anotó algunas observaciones al respecto: “¡Qué reino tan breve el de las mujeres de Zotoluca! Sólo ocupan el trono de la casa durante la cena de Noche Buena. Si yo fuera el amo de la hacienda las haría mis reinas permanentes”. En los hechos, el doctor Valerdi se portó con sus mujeres tal vez peor que su tatarabuelo, si se toma en cuenta que hace 150 años la mujer estaba sujeta al hombre por derecho divino. Con todo, él no fue el único culpable del aniquilamiento físico y moral de sus tres esposas, cada una de las cuales hizo lo suyo para despeñarse en la locura y en la muerte, luego de no haber sabido como amar a un ser distinto a ellas, sin tener que cortar, a cuchillo, las diferencias.
Álvaro Valerdi se casó por primera vez en 1917, tres meses antes de cumplir los 19 años de vida. Su matrimonio con María de la Luz del Llano conoció siete meses de dicha y fue anulado seis años después por el Papa Pío XI bajo un cargo que hizo temblar los cimientos familiares de Zotoluca y le dio a la figura del doctor Valerdi un aire demoniaco por el resto de sus días. El obispo de Tulancingo, monseñor…, amigo y confesor de la familia del Llano, fue el responsable del proceso de profanación que siguió la Mitra mexicana para separar a María de la Luz del Llano de su ardiente esposo, en cuyos papeles quedaron consignados algunos de los rasgos de este penoso episodio:
“… Todo fue en vano; nadie, ni mi padre entendió que yo trataba de ver el mundo desde el punto de vista de la ilusión y de la magia; como una representación, como una obra de teatro. Quizá el error estuvo en dar por sentado que mi mujer hacía las cosas que yo le pedía por ese mismo afán de juego, cuando en realidad las hacía simplemente porque me amaba, sin entender, como mis jueces, que la violación de lo sagrado es también un acto de purificación; un gesto de alegría en medio de la densa solemnidad de los dioses…”.
Lo cierto es que el doctor Valerdi convenció a su esposa a utilizar la iglesia de Zotoluca como el teatro de sus fantasías, sólo para cumplir el deseo infantil de saber cómo serían las vírgenes a cuyos pies pasó tantas horas de su infancia, si fueran de carne y hueso. La capilla de Zotoluca estaba dentro del casco de la hacienda, a un costado de la casa grande y únicamente se abría un domingo al mes para celebrar la misa. Por las noches era el lugar perfecto para estar a solas con dios o con el diablo.
El obispo de Tulancingo juzgó que fue el Perverso quien empujó al joven Valerdi a vestir a su mujer con las túnicas y los mantos de las vírgenes de Zotoluca, para hacerla descender de los nichos de la iglesia a cumplir los caprichos de sus cinco sentidos; el de la vista, el del tacto, el del oído, el de la lengua y el del teatro, que fue el único que no pudo gozar a plenitud su tierna esposa, porque de haber sido así –según la conclusión del doctor Valerdi-, no habría perdido la razón luego de invitar secretamente a su madre a presenciar una de aquellas singulares representaciones en la que Álvaro Valerdi transformaba a los dioses en sus semejantes. Es decir, los hacía humanos.