La otra Tragedia
En los tiempos heroicos la tragedia de los Átridas fue moralmente pedagógica porque resumía la atroz condición de ser humano en un momento de la Historia en el que el rapsoda ya podía reflexionar sobre la demencia que hizo falta para llegar a la edad de la reflexión que alcanza niveles expiativos con Esquilo, Eurípides y Sófocles, los tres poetas del mundo griego que tocan el Mito de Electra, la hija de Agamenón y Clitemnestra, hermana de Orestes, con quien comete matricidio para vengar la muerte de su padre, el ojete rey de Micenas, asesino de Ifigenia, también hermana de Electra.
En los tiempos del Covi la tragedia de Electra está en que la hija, en lugar de matar a su madre, la padece. Lo valioso de, La otra Electra, con texto de Edith Ibarra y montaje cibernético de Rocío Carrillo, está, desde mis ojos, en que nos hace sentir esa opresión malsana disfrazada de muchas cosas, entre ellas la tolerancia al ogro. Poco a poco y a pesar de la insana distancia que tiene al teatro separado de su primera Naturaleza (porque si esto dura hasta la quinta transformación tendrá una segunda identidad), se va fraguando la tragedia cotidiana de tantas hijas sometidas al yugo materno. Hay un elemento que lo propicia: la honestidad del intento. He visto tanto Streaming ingenioso, simpático, vistoso, performático, en el que el teatro busca convertirse en otra cosa, que me gustó el empeño de seguir haciendo teatro en condiciones adversas. La primera en lograrlo es Ángeles Marín, la Electra de barrio mexicano que no actúa al personaje sino que lo habita. Eso implica entender desde el cuerpo las afectaciones de la mente de una mujer que ha soportado a su madre desde siempre, enamorada del padre, si lo vemos desde el complejo de Electra que desarrolló Carl Gustav Jung para replicar lo que Freud hizo con el complejo de Edipo.
Aunque no son ni el mito ni el psicoanálisis las referencias que construyen la opresión de la otra Electra; es la pavorosa cotidianidad que compartimos con esa figura primordial de nuestra infancia, juventud, madurez y muerte: nuestra puta madre. No en el sentido sexual sino existencial de la experiencia, una práctica, por cierto, que es muy distinta entre un hijo y su madre y una madre y su hija. He aquí la cuestión. La autora, la directora y las actrices de esta pieza dramática son mujeres. No digo que una o todas ellas hayan tenido la vivencia que sofoca a las hijas de Clitemnestra. Deduzco que son hijas o son madres que entienden esa relación perversa: la sumisión de la sangre.
El tecnovivio (Dubatti dixit), es todo lo contrario al convivio cuerpo a cuerpo, cara a cara, gesto a gesto que hace de la antesala de la función otra puesta en escena. En la pantalla no hay suposición, cotilleo, maledicencia, admiración, coqueteo, expectación, miradas furtivas. Somos zombis virtuales siguiendo la instrucción para estar presentes en ausencia sin prender la cámara o el micrófono que tenemos en la parte izquierda del IPod o la computadora. No hay sudor en la pantalla. Nada de feromonas flotando entre tú y yo que me provoquen el deseo o el rechazo de tu cuerpo y el mío. No hay fantasía erótica, religiosa, política, física o metafísica entre el uno y el otro, la otra y el uno. Por todo lo que falta de la vida del teatro y del teatro de la vida es que aprecio la seriedad, la sobriedad, el empeño de Rocío Carrillo, mi hija putativa en el teatro, lo confieso, en seguir haciendo teatro por otro medio. De ahí que al final de la pieza, cuando comienza a hacer teatro-visionudo, la marrana tuerce el rabo. Se pierde la fuerza de la escena si por ello se entiende la capacidad emotiva de la Marín para contener, paradójicamente, sus emociones.
La Clitemnestra de este montaje, Luz María Meza, es mujer de radio y aquí se acuna en su voz para dar la réplica sin mover otro músculo que no sea la garganta, eso sí, con maestría. Stetanie Izquierdo y Brisel Guerrero son apariciones virtuales que, sin tener la culpa, no agregan nada al montaje. Bueno, sí, de nuevo sin culpa alguna hacer evidente que la imagen no siempre es más elocuente que la palabra. Siempre y cuando la palabra sea dicha, como en los griegos, para siempre.
Cora Cardona
11 octubre, 2020 @ 3:52 am
Me encanta tu escritura, Fernando. Se antoja poder ver esta obra. Admiro a Rocio Carrillo, maestra de lo visual, de la imagen que nos deja boquiabiertos.