La enésima resurrección del cadáver teatral en el IMSS
Hace dos años, por intermedio de un editor, el IMSS nos solicitó una serie de textos que, coordinados por Rubén Ortiz, darían lugar a un lujoso libro sobre la historia de sus teatros. Al parecer, eso era sólo la punta de un importante proyecto de renovación que venía fraguándose –con la asesoría de alguna teatrista- desde el inicio de la administración sexenal de Enrique Peña Nieto. Pero el tiempo se les acabó y la renovación y el libro quedaron en el saturado cajón de los proyectos fallidos.
Hoy que se lanza con bombo y representación del caudillo la enésima propuesta de revivir la infraestructura teatral del instituto, por medio de la producción de una obra escenificada no hace mucho[1] y donde participaba el ahora funcionario por cuyas manos pasa el grueso de los recursos destinados por la Secretaría de Cultura al teatro, rescato aquí el capítulo del libro que me correspondía, el dedicado a la iniciativa Teatros para la comunidad teatral.
Sobra decir, desde luego, que el cadáver no va a recuperar la vida con una o tres (o quince) producciones pensadas desde las afinidades ideológicas del presidente en turno. Y que nuestras colaboraciones para el libro nunca las pagaron.
R.O.
Teatros para la Comunidad Teatral
Rodolfo Obregón
Luego de un par de periodos caracterizados por el alto impacto que tuvieron en la sociedad las políticas del Instituto Mexicano del Seguro Social referidas a la cultura, y materializadas primordialmente en la vida de sus teatros, éstas entraron en un periodo de confusión que desde luego no fue ajeno a la crisis de otras instituciones y a los golpes de timón en las políticas públicas de México y el mundo.
Justo al estallar la sucesión de crisis económicas que marcaron el fin del periodo de modernización del país, el crítico José Antonio Alcaraz ya describía la ausencia de asertividad del área cultural del IMSS en relación con los propósitos e intenciones que le dieron origen. Entre 1983 y 1984, Alcaraz sostenía que:
La actual administración de los Teatros del IMSS no se ha distinguido, con intensidad, como imaginativa o acertada. La ausencia absoluta de un programa preciso de acción se traduce repetidamente en una serie de actividades que carecen de política definida, a juzgar por los resultados. […] A lo más que llegan (“funcionarios y funcionarias”) es a prestar los teatros mediante arreglos, por lo general con un ojo puesto en la taquilla. […] Lo que quiere hacerse pasar por diversidad, no es sino una heterogénea mezcolanza, vecina burocrática del disparate.
O bien, cabe deducir que el IMSS anda en la chía y no tiene para pagar obras teatrales buenas, ni malas, ni medianas, ni de ninguna.[2]
En la misma nota periodística, Alcaraz señala un hecho que será una tentación y un debate recurrente en la historia cercana de esa infraestructura cultural: la entrega del Teatro Legaria, “que está muy lejos y en un rumbo muy feo –dice don Rafael”, para su programación y manejo al área cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ante la incapacidad del Instituto para sostener la vida activa de sus espacios escénicos, aparecerá y reaparecerá, en diversas administraciones, la idea de delegarlos a otras instancias públicas, de organizar alianzas público-privadas como las señaladas en la citada nota o (idea compleja desde el punto de vista legal pero aún más difícil de realizar en términos prácticos) de desincorporarlos definitivamente, e incluso (idea injustificable y cavernaria), transformarlos para cumplir otras funciones, por ejemplo convertirlos en estacionamientos.[3]
Dicha desorientación por supuesto no obedece exclusivamente a la falta de visión del o los funcionarios en turno, sino a un hecho fundamental señalado por un ex director del Instituto y defensor de la importancia de su labor cultural, Ricardo García Sanz: 30 años después de creada la infraestructura teatral y asentada la idea de una seguridad social que incluyera aspectos de esparcimiento o formativos, los salarios en México caerían hasta llegar a tener una cuarta parte de su valor, y, por lo tanto, implicarían una caída equivalente en las aportaciones al Seguro Social.[4] La problemática de manutención de los teatros, siendo justos, no era –ni es- sino una de importancia menor entre los graves desafíos que habría de enfrentar la administración del IMSS.
E incluso, en términos más amplios, habría que ubicarla en el contexto descrito recientemente por el investigador Fernando Escalante Gonzalbo:
En un texto luminoso, como suyo, Rafael Segovia dijo en 1974 que el proceso de modernización había dejado en México una trama de residuos institucionales engastados en el aparato estatal: “Tratar de liberarse de ellos equivale a tratar de arrancar una planta trepadora que sostiene el viejo edificio que en parte ha destruido”. Esa ha sido la historia de los últimos cuarenta años. Con las consecuencias que había previsto Segovia.
El desbroce se ha explicado como modernización, privatización, liberalización, exigencia de la democracia, la transparencia, la legalidad. Es así, es todo eso, pero da lo mismo. En el camino, desarraigar el régimen de la revolución significó hacer al Estado más rígido y más frágil. La idea básica era que el sistema electoral tomase el relevo como recurso de legitimación, y que todo lo demás se resolviera con la combinación del mercado y el Estado de derecho.[5]
La convocatoria Teatros para la Comunidad Teatral
En ese entorno de fragilidad estatal y tentaleo en sus políticas públicas, resulta relevante la iniciativa lanzada en 1996 para retomar una orientación específica para los teatros del IMSS: la convocatoria Teatros para la Comunidad Teatral. Una propuesta que pretendía incorporar elementos del nuevo modelo administrativo –inserto a su vez en un marco ideológico que rebasaba las fronteras nacionales- sin renunciar del todo a la guía y regulación del Estado.
Cuatro años antes, en 1992, el área encargada de los teatros, bajo el impulso de un director de escena como Mario Espinosa y una funcionaria sensible como Patricia Rodríguez, logró articular los esfuerzos de ésa y tres instituciones más (el joven Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, su par Instituto de Seguridad Social al Servicio de los trabajadores del Estado y el Departamento del Distrito Federal) para producir en los espacios de la Ciudad de México obras cuyas probabilidades de calidad y pertinencia estuvieran garantizadas por un jurado de especialistas en la materia. El método de selección inaugurado por la Convocatoria Nacional de Teatro fue un esfuerzo de democratización en la labor de las instituciones de cultura que más tarde se trasladó al Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y que, como suele suceder, veinte años después fue la regla ya sin sentido en prácticamente todas las instancias públicas productoras de teatro.
Mucho más lejos, en diversos aspectos, habría de llegar la siguiente acción emprendida por los responsables de la programación de los teatros y respaldada por la encargada del Fideicomiso creado para darles vida. En su nuevo cargo como Coordinador Nacional de Teatro, del Instituto Nacional de Bellas Artes, Mario Espinosa volvió a articular los esfuerzos de varias instituciones (esta vez IMSS y Conaculta por medio del Fonca y el INBA) añadiendo un elemento al gusto de la política vigente: la convergencia con las iniciativas privadas. Una manera, nuevamente, de retomar la práctica ya añeja en los teatros del IMSS de dejar sus espacios escénicos a productores privados, pero, en este caso, sustituyendo el mero interés pecuniario por aquellos de orden artístico y la dignidad de la experiencia del espectador. El proyecto Teatros para la Comunidad Teatral se proponía incluso estimular la capacidad administrativa de los grupos artísticos consolidados –generalmente bajo la tutela de las instituciones públicas- para convertirlos en productores y promotores de su propio trabajo.
En palabras de Espinosa, la convocatoria lanzada en agosto de 1996 buscaba:
… el impulso a proyectos teatrales de largo aliento, planteados por los equipos artísticos más sólidos del país y con el fin de devolver a la infraestructura teatral (del) IMSS la función para la que originalmente fue concebida. […] la apropiación del proceso productivo, la profesionalización del teatro, la construcción de una nación teatral, y la creación y mantenimiento de públicos.[6]
Aun cuando la idea de una “nación teatral” resulte sin duda desmesurada, hay que reconocer en esta iniciativa el hecho de que por primera vez en la historia del instituto -y de muchas otras instancias públicas involucradas en la difusión cultural-, haya alcanzado una auténtica proyección nacional. En su paso por el IMSS, Espinosa había producido tres obras en tres estados diferentes para incorporarlas a uno de los programas más nobles de la política cultural mexicana, el Programa de Teatro Escolar que la SEP y el INBA realizaban desde 1942 exclusivamente en la Ciudad de México. Durante su gestión en el INBA, el director-funcionario impulsó fuertemente ese programa, dándole un claro alcance nacional y ligando la realización de sus temporadas a la infraestructura teatral del IMSS. Las temporadas del Programa Nacional de Teatro Escolar resultarían fundamentales para el desarrollo de los comodatos pues, evidentemente, garantizaban la conquista de uno de los objetivos de la convocatoria: “la creación y mantenimiento de públicos”.
Muy significativamente, la mayor parte de los teatros asignados en las cuatro ediciones que tuvo la convocatoria, y las experiencias más duraderas y exitosas de estos, se ubican en las capitales estatales y hasta en municipios de menor importancia política, como Ciudad Mante, Tamaulipas.
De los 35 teatros puestos a concurso, 15 fueron asignados a lo largo de 1997 con un contrato de comodato por tres años y renovable dependiendo de los resultados. Los grupos elegidos recibirían además del inmueble, un apoyo económico de 400 000 pesos (70% aportado por el Fonca y 30% por el Fideicomiso Teatro de la Nación), con lo cual se comprometían a realizar un mínimo de 200 funciones al año, con un aforo promedio del 30%, y reingresar al fideicomiso el 4% de los recursos generados. Una segunda convocatoria sumó dos teatros más al proyecto; y la tercera, de 1998, a siete, de los cuales cuatro fueron grupos ratificados cuyos resultados justificaban la continuidad.[7]
Como en muchos otros sectores de la vida del país, el proceso de liberalización no resultó fácil de llevar a cabo. Una vez dentro de los teatros, los grupos toparon con esas “plantas trepadoras que sostienen el viejo edificio”, los pequeños poderes de la burocracia local que se sintieron desplazados, en el caso de las delegaciones estatales; la presencia de una plantilla sindical desproporcionada y sujeta a los usos y costumbres arraigados en un pacto político cuyas bases legales resultan imposibles de transparentar, en el caso de los teatros del Distrito Federal con mayor visibilidad.
Pero también algunos de estos grupos mostraron su inexperiencia administrativa o fueron víctimas de sus propios errores y fracturas internas. O incluso, como se evidenció en los teatros de mayor tradición y presencia, el deterioro en el nivel educativo del público –sometido durante años a una industria del espectáculo que moldeó sus gustos y aniquiló toda exigencia intelectual-, impidió la consolidación de los aspectos artísticos y el necesario diálogo con el espectador. Por lo que para el año de 2001, cuando coincidentemente se hicieron sentir las inclinaciones de la recién iniciada administración pública de la alternancia, sólo los proyectos de nueve grupos se mantenían vigentes.
Un paréntesis personal
El Teatro Julio Prieto de la Ciudad de México, considerado la joya de la corona de los teatros del IMSS, fue entregado en comodato tras la primera convocatoria a un proyecto que reunía a creadores escénicos asociados al Foro/Teatro Contemporáneo con el apoyo del grupo empresarial OCESA. Quien esto escribe fue el administrador encargado de llevarlo a cabo. El “Xola” era un teatro asociado a mi memoria de espectador pues desde adolescente y como estudiante de preparatoria había asistido ahí alrededor de los años setenta a montajes como La Celestina protagonizada por Ofelia Guillmáin, o de alguna obra de Eugene O’Neill, que marcaron claramente mi gusto por el arte escénico. De esa época recordaba la sala llena con un público conformado por trabajadores de clase media -como los propios empleados del IMSS-, y grupos familiares de clases sociales acomodadas como las que habitaban la Colonia del Valle donde está ubicado el inmueble. Un público sin grandes referentes intelectuales, que en su mayoría prefería un teatro “convencional” o de formatos ya probados, pero que mantenía una aspiración cultural y se identificaba con actores de reconocida presencia que acometían obras de gran calidad literaria con seriedad artística.
Las placas removidas del remodelado vestíbulo del teatro mostraban sin embargo un panorama muy distinto, la clase de obras que se llevaron al cabo ahí desde mediados de los años ochenta: comedias de humor simple y situaciones obvias, actores cuya presencia en la televisión sustituía el atractivo de sus capacidades interpretativas, producciones como residuos de la estética televisiva. Una situación imposible de transformar exclusivamente con el cambio de enfoque del repertorio o las puestas en escena y en un plazo de tres años. Pero tampoco la mezcla de aguas y aceites, de unos creadores escénicos no acostumbrados a preocuparse por la respuesta del público y unos productores insertos en la nueva dinámica de las ganancias inmediatas, permitieron que el proyecto siguiera adelante. Si el teatro es siempre un microcosmos, la experiencia resultó una comprobación en carne propia de la imposibilidad de pervivencia del viejo modelo de protección estatal en las nuevas circunstancias y las debilidades que muy pronto comenzaba a mostrar el modelo neoliberal que quiso sustituirlo.
“Teatro al abandono”
Como hemos dicho, sólo nueve grupos pudieron, en mayor o menor medida, continuar con los proyectos para los cuales les fueron entregados los teatros. Y muy pronto, a finales de 2001, resintieron el dogmatismo de nuevo cuño que se instaló en la administración pública. El IMSS retiró su apoyo económico al proyecto y, el año siguiente, lanzó una cuarta convocatoria que modificaba significativamente las condiciones de los comodatos. Los nuevos responsables de la política cultural del instituto acusaron a los comodatarios de estar subarrendando los teatros y descuidando su propia programación, por lo que el nuevo convenio prohibiría la realización de actividades no producidas directamente por los grupos –como las temporadas de Teatro Escolar que habían resultado tan útiles para cumplir con las exigencias de aforo y número de funciones-, además de elevar el porcentaje de reintegración de los ingresos del 4 al 20%.[8]
El conflicto se desató inmediatamente y los grupos sobrevivientes, reunidos en una “Unión de comodatarios”, dieron una amplia pelea con el apoyo de la comunidad teatral, en la prensa e incluso por medios jurídicos. Para el año de 2002, cuando el IMSS contaba aproximadamente con 62 millones de asegurados, los comodatarios –en boca del responsable del teatro de Mexicali- contabilizaban un exitoso resultado de más de 11 000 funciones realizadas y 2 200 000 espectadores atendidos. Y donde enfatizaban el nivel cualitativo de las diversas experiencias personales, imposibles de cuantificar en un informe burocrático. [9]
Sin embargo, el desencuentro entre autoridades y teatristas se agravó a partir de entonces y ni la reciente presencia de Mario Espinosa, ahora como director del Fonca, pudo mediar en las posiciones. Para el 2004, año de la polémica reforma a la Ley Orgánica del IMSS, el proyecto había terminado.[10] Sólo un par de grupos, en el teatro Isabela Corona del Distrito Federal y el Teatro de Saltillo, Coahuila siguieron trabajando hasta 2008 y 2009 respectivamente.
Llama la atención, pasado el tiempo, que sólo un grupo (El rinoceronte enamorado de San Luis Potosí) haya logrado cumplir con uno de los objetivos a largo plazo que impulsaban esta iniciativa: la experiencia adquirida en la administración del Teatro del IMSS alentó al colectivo para la construcción y animación de su propio espacio teatral.[11] Igualmente, sobresalen en el análisis las diferencias mostradas entre los teatros ubicados en ciudades donde el ritmo y forma de vida, o las opciones de entretenimiento, permitieron aún un contacto directo y vigoroso del teatro con grupos sociales específicos, y los teatros de la Ciudad de México. En el caso de los teatros de Mexicali, administrado por el grupo Mexicali a secas, el mencionado de SLP y el de Culiacán, programado por el ya entonces histórico Taller de Teatro de la Universidad (TATUAS), la persistencia obedeció a la solidez previa de los grupos y los vínculos que éstos ya tenían con una comunidad de espectadores y otras instituciones públicas; en los casos de los teatros de Querétaro, Estado de México, Chihuahua y Saltillo, a un intento casi inédito de reunir los esfuerzos de diversos grupos y creadores locales para dar mayor visibilidad a sus trabajos escénicos. Particularmente interesante, en ese mismo sentido, es que las propuestas que mejores resultados obtuvieron en la capital de la República hayan sido aquellas cuyos repertorio, estética y prácticas especializadas se dirigían a un sector concreto del público (el teatro para niños y adolescentes, en el caso de La Trouppe en el teatro Isabela Corona); o bien, aquellos que enfatizaron los lazos comunitarios en las unidades habitacionales donde se ubican varios de los edificios teatrales del IMSS (el caso de Perro Teatro en Santa Fe), reavivando así una vocación largo tiempo olvidada de esta infraestructura cultural.
En toda discusión sobre el futuro de esta importantísima red de teatros, habría pues que tomar en cuenta, como quedó expuesto con los resultados de la convocatoria Teatros para la Comunidad Teatral, que los dos modelos con que los teatros del IMSS han alcanzado una mayor cercanía a los objetivos para los cuales fueron creados, pertenecen al pasado. Y que ninguna iniciativa pública que pretenda otorgarles la presencia que merecen en nuestra sociedad tendrá éxito sin tomar en cuenta las particularidades de cada contexto y los detalles en la operación concreta de cada uno de ellos.
[1] Mi crítica a la escenificación de Luis de Tavira y Al borde Teatro puede leerse en: http://criticateatral2021.org/html/resultado_bd.php?ID=5526&BUSQ=felipe%20angeles
[2] José Antonio Alcaraz, “Fusiles y muñecos” en Suave teatro: 1984, México, UAM-Azcapotzalco, 1984, p. 133.
[3] Idea que se manejó en la prensa durante la administración de Santiago Levy.
[4] Citado por Rubén Ortiz, “Teatro al abandono” en Paso de Gato, número 4, septiembre-octubre de 2002.
[5] Consultado en: http://www.milenio.com/firmas/fernando_escalante_gonzalbo/residuos-privatizacion-democracia-snte-tlahuac_18_1004479569.html, el 27 de agosto, 2017.
[6] Citado por Luz Emilia Aguilar Zínser, “Esplendores y miserias del IMSS. La seguridad social: ¿un derecho en extinción?” en Paso de Gato, número 1, marzo-abril 2002.
[7] Estas cifras presentan variaciones mínimas en las diversas publicaciones que las registran.
[8] http://www.jornada.unam.mx/2002/06/24/12an1cul.php?printver=1 Consultado el 15 de agosto de 2017.
[9] Ángel Norzagaray, “El inefable Santiago Levy contra los comodatos” en Paso de Gato, número 1, marzo-abril de 2002.
[10] Enrique Olmos y Noé Morales Muñoz, “La última carcajada de la cumbancha tecnócrata” en Paso de Gato, número 19, octubre-diciembre 2004.
[11] Sin dejar de observar que SLP tiene una importante tradición de Teatros Independientes, afirmada en los años setenta y ochenta del siglo pasado, de la que deriva “El Rino”. Y que dicha independencia es, en términos económicos, siempre relativa, pues la construcción del teatro y las producciones del grupo se apoyaron y apoyan en diversos programas y recursos públicos. Que en México sigue siendo imposible para aquellos grupos con aspiraciones artísticas vivir “de la taquilla”.