La épica del desahogo
Ya no es Monterrey, es Monterror. Ya no es Morena González, es Zorrúbela, la heroína de los bajos fondos de la ciudad cuyas hazañas abrieron la tercera jornada de la edición vigésima primera del Festival de Teatro de Nuevo León, en sí mismo otra hazaña por los recortes presupuestales que ha sufrido la cultura oficial del estado.
Entre el biodrama y la historieta, entre el testimonio y la mascarada, Zorrúbela, el despertar de Monterror, es el intento desesperado de varias mujeres de teatro por no caer en la desesperación. Tantos muertos, tantos desaparecidos, tanto feminicidio, tanta homofobia, tanto pederasta, tanta injusticia, tanta jodedera cotidiana eriza a cualquiera. El acertijo es cómo resumir ese hartazgo en 60 minutos de espectáculo desde una producción personal.
En este sentido Zorrúbela es un acierto porque en tres metros cuadrados resuelve el continente de la fábula y con un elemento primordial, una cortina metálica, ofrece la metáfora de nuestra carcelaria realidad. El estilo mamarracho de la heroína es otro hallazgo porque inventa un personaje con la estética de la marginación de todo tipo que rodea las grandes ciudades del país. La temática del espectáculo es irreprochable. Cómo no alzar la voz, cómo no condenar la violencia que nos agobia y siendo mujer cómo no hacerlo desde la perspectiva de género. El problema, dramáticamente hablando, no está en la intención sino en su resultado.
Son tanto los agravios que denunciar que Carmen Alanís y Morena González, autoras de la estructura verbal del espectáculo, los agolpan en secuencias que pasan del comic al testimonio, del testimonio a la parodia, de la parodia al drama, del drama al melodrama, del melodrama a documento, del documento a la confesión, a ritmo de cumbia y de regetón. Se entiende que Zorrúbela quiera llamar y retener la atención de los jóvenes que ven la realidad de un clic a otro, sin detenerse a reflexionar su contenido. Para eso están los videojuegos. El teatro, a mi juicio, está para lo contrario. Me explico.
Hay dos ejes argumentales en éste collage escénico; el cambio de sexo del hermano de Zorrúbela y su asesinato, ya como mujer, y la desaparición del hijo de Rosario Ibarra de Piedra en los años 70. En la secuencia escénica el segundo argumento es presentado casi al final del espectáculo de manera que lo que el espectador tiene en mente es la criminalización social del niño que quiere ser niña y su abominable asesinato. Y no es lo mismo un crimen de odio realizado por un individuo o una banda, que un crimen político, sobre todo porque la violencia de estado que encubrió la desaparición del hijo de Doña Rosario fue el cultivo que generó el horror sin tregua que vivimos actualmente.
Ya en la escena, en la interacción del cuerpo de la actriz con el tiempo, el espacio y la presencia de los espectadores, Patricia Estrada, Mayra Vargas y Morena González como codirectoras no mejoraron el amugamiento que provoca pasar de una secuencia a otra, de un género a otro, de una emoción a la contraria sin transición, de golpe, con un clic que lleva a la actriz de heroína a víctima, de víctima a verdugo, de mujer golpeada a mujer golpeadora. Sólo porque Morena González es una de las actrices más dotadas y sobresalientes del teatro regio, no tropieza en la zancadilla que se puso a sí misma con tanto eclecticismo argumental y escénico. Si el acierto mayor del espectáculo es haber creado una heroína de historieta habría que desarrollar al personaje con las características del género, o al menos dejar en claro cuándo es el personaje vengador y cuando la persona agraviada por el crimen de su hermana. Eso lo hace el cine con sólo ponerle y quitarle el disfraz al personaje, pero en virtud del elaborado maquillaje de Zorrúbela este recurso resulta imposible, o por lo menos muy complicado para el teatro. Entonces, como diría Sir Laurence Olivier, hay que actuarlo, y no es que Morena no se conmocione de verdad ante el dolor que representa, la cuestión es que sí lo hace y enseguida ejecuta una kata a la Bruce Lee para pasar al video en el que ella misma actúa diversos personajes con la voz de Ricardo Leal y Paty Blanco y de ahí a otra denuncia a otra kata otro testimonio una remembranza un rapeo un dato una cumbia una aclaración semántica otro video…Con tantas secuencias yuxtapuestas (*) hay lugar para la acción no para la reflexión sobre el horror de nuestros días que quieren provocar este grupo de guerreras del teatro regional que logran, eso sí, una épica del desahogo.
Una última palabra sobre la iluminación del espectáculo, firmada por Alejandro Jaén aunque sospecho que el diseño final es responsabilidad del trio de directoras. Maese Alejandro Luna enseña que el teatro es cuerpo, espacio, tiempo… ¡y luz! En el teatro para figurar la noche no hay que dejar a oscuras el escenario y para crear una atmósfera sombría no hace falta desaparecer el rostro de la actriz. Hay que ver el cine expresionista alemán de los años 20 y 30 para aprender que el claroscuro es el arte de iluminar la oscuridad. El juego de luces de Zorrúbela es muy primario y juega en contra de la claridad del discurso escénico de por sí confuso. Y no es cuestión ni de presupuesto ni de equipo sólo de claridad artística.
(*) “Al tipo de construcción semántica que no utiliza nexos se le llama asíndeton y las proposiciones que se relacionan de esta manera son yuxtapuestas; la narración se desarrolla centrándose en dos figuras femeninas, yuxtapuestas la una a la otra, ninguna de las cuales nos ofrece una respuesta o una alternativa a la subjetividad femenina”.