La obsesión por reinventarse
José Manuel Velasco
Otra vez aparece el fantasma del amor romántico. La idea de una “vida de pareja” es un tema que obsesiona a la generación actual. La pareja como espacio de crecimiento y desarrollo, como utopía mínima y tabla de salvación. La pareja como una célula complementaria donde las individualidades —simultáneamente— se acentúan y se disuelven. Por otro lado aparece el tedio y la monotonía de la costumbre; el conflicto, el aburrimiento y el desencanto. En el corazón de nuestro coercitivo capitalismo de emergencia, aún palpita el deseo de imaginar nuevas formas de convivencia.
Shift y Suprimir, obra escrita, dirigida e interpretada por la compañía Monos Teatro, (integrada por Sayuri Navarro y Darío Álvarez) cuenta la historia de dos personajes lanzados a la aventura de construir un hogar. Lo primero que enfrenta el espectador es un clip de video donde se alternan escenas del Tercer Reich con secuencias de romances hollywoodenses. Poco después, dos actores con máscaras de cerditos nos advierten: “Ustedes están condenados a ser felices”. La felicidad como condena ineluctable. A partir de ese momento, el espectador es guiado por distintas estancias para atestiguar la historia de una pareja. Las etapas del romance son representadas con gracia: el primer contacto, el enamoramiento, los planes a futuro y —finalmente— la vida en un hogar compartido. La cercanía del público a la acción escénica genera una cierta complicidad con los personajes; además, la dinámica de ir en romería —de una habitación a la siguiente a la caza de un desenlace— da la sensación de estar viviendo un relato por entregas: cada capítulo pasa frente a nuestros ojos mientras la tensión aumenta y crecen las expectativas. Hasta este momento de la obra, las actuaciones brillan por su naturalidad y su desenfado. Hay humor, sutileza y misterio. El ritmo dramático fluye y crece hasta colisionar en un punto irreconciliable: cada personaje toma un rumbo distinto y el espectador debe decidir a cuál de los dos protagonistas seguir.
A estas alturas de la historia se abre un paréntesis. Los personajes se desdibujan y aparecen los actores que nos sugieren una dinámica: si uno va tras el personaje masculino el espectador puede elegir entre cinco escenas interactivas, desde contar un secreto y comer chocolate hasta encender inciensos y meditar, entre otras. El tono, el ritmo, la intención y el drama quedan suspendidos en una suerte de burbuja en donde el actor aprovecha para compartir una serie de reflexiones con su público. Lamentablemente, en este punto, el montaje se quiebra y se torna discursivo. La acción pasa a un segundo plano y las ideas toman el relevo. Cuando se cierra el paréntesis y los personajes retoman su historia, las acciones ya están impregnadas de una especie de velo didáctico-moralizante que nos dice, esencialmente: “amigo, pare de sufrir, siempre existe la posibilidad de reinventar nuestra historia”. Los aciertos de la primera parte se diluyen en la literalidad y queda la sensación de haber perdido algo importante. Habrá que ver si este montaje aún puede sacudirse la retórica y rastrear su potencia para inquietar y sorprender.