La última cena
José Manuel Velasco
Tras diez años de no verse, Wallace Shawn y André Gregory se reúnen para cenar en un restaurante neoyorquino. Wally es dramaturgo y actor; André, director, célebre por su adaptación de Alicia en el País de las Maravillas con la compañía The Manhattan Project. La amistad está sellada por el recuerdo brillante de sus colaboraciones teatrales. Cada uno a su modo ha sorteado las crisis del oficio: la mala paga, el desempleo, la soledad de la escritura (en el caso de Wally Shawn) o la búsqueda desesperada de la experiencia ritual, del acontecimiento teatral y de la propia vida (en el caso de André Gregory). La cena será el pretexto ideal para conversar y compartir sus reflexiones.
La historia detrás del guión de Mi cena con André es más o menos como sigue: durante varias semanas Wallace Shawn y André Gregory grabaron sus conversaciones en torno al arte, el teatro y el tren de vida contemporáneo; más adelante, basados en ese material de archivo vertebraron un texto y le dieron ritmo y progresión al contextualizarlo en una cena entre amigos. En 1981 el guión llegó a manos del director francés Louis Malle, quien dirigió la película en la cual Wallace y André se interpretan a sí mismos para representar —¿o revivir?— sus intensos diálogos existenciales.
Señalar este proceso es pertinente, ya que la obra coloca en el centro de sus reflexiones el tema de la creación y la experiencia artística (entre otros asuntos discurre sobre los influjos que ejercen las condiciones del mercado y el show business); sin embargo, la pregunta quintaesencial sobre la naturaleza del acontecimiento teatral (la representación) es la que atraviesa la cena de cabo a rabo. El monólogo y el diálogo (la conversación como fundamento dramático), protagonizan y —simultáneamente— son puestos en duda a través del discurso de André Gregory. Poco a poco aparecen las dicotomías: experiencia y narración, vivencia y representación, espíritu y terrenalidad. Los puntos de vista se suceden y se entrelazan con las anécdotas y las observaciones cotidianas de André y Shawn. Aunque la vehemencia de los argumentos de André pareciera opacar a los afectos mundanos de Wally, al final ambas posturas se revelan complementarias. A ratos es como si el hilo del relato —en boca de Shawn— dibujase el contorno del universo en donde André se explaya.
Como parte de la programación de la primera edición del Festival Teatro para una Noche de Verano, curado por el director y dramaturgo Juan Carlos Franco, se celebró la última función de la versión mexicana de Mi Cena con André, codirigida y actuada por Boris Schoemann (en el papel de André) y Manuel Ulloa (como Wally). La adaptación del texto original, realizada por Rodolfo Obregón, tiene el gran mérito de trasladar a nuestra lengua un diálogo lleno de guiños y referencias. El despliegue de conceptos e intelecto mantiene su naturalidad y dista de ser cargante o caricaturizado. Es notable que una obra tan mental y discursiva respire y palpite con tanta gracia. La interpretación de Boris Schoemann es extraordinaria: no pierde la atención a los detalles y cada movimiento está inyectado de una intensidad contagiosa y resplandeciente. Por otro lado Manuel Ulloa tardó un rato en alcanzar la fluidez y la sensación de comodidad de su colega; sobre todo al inicio (algunos diálogos se quedan en el límite de ser replicados por un rancio cliché de intelectual con gabardina). Por fortuna, poco a poco, ambos actores sintonizan y generan escenas memorables. Quizá debido a la altura de la tarima en donde se colocó la mesa, a la pequeñez del espacio, las intervenciones del actor Ignacio Rodríguez (como el mesero) se percibían apretadas y temblorosas.
Una parte de los espectadores ingresó a un escenario teatral dispuesto con mesas en donde se les ofreció vino y bocadillos; el resto estuvo repartido en sillas colocadas al fondo en las laterales. Al centro, sobre una tarima elevada a más de un metro del suelo, estaba la mesa de André y Wally. La experiencia de estar debajo de las luces y los andamios, repartidos en el escenario, involucra de una forma distinta al espectador: en primer lugar se le descoloca de su lugar habitual y —al mismo tiempo— lo acerca, propicia una apertura a la intimidad de la conversación. Aunque en este montaje se hable repetidamente de ideas, conceptos y teorías, estas están ligadas a emociones y vivencias personalísimas. Desconozco si en sus demás representaciones, la mesa estuvo en un lugar igual de ajustado que el de la función en Querétaro. Considero que este detalle jugó en contra y a favor del montaje: a ratos restándole gravedad y definición a las acciones (la mesa temblaba ligeramente); y a ratos contribuyendo a destacar y enfatizar la fuerza y la soberbia de los soliloquios de André. Sea como sea, estos detalles de producción apenas le hacen mella al trabajo de Schoemann y de Ulloa.
Como otros ejemplos de obras/diálogo en la historia del arte contemporáneo (pienso en La historia del zoológico de Edward Albee, en Medianoche en la Tierra de Jim Jarmush y en el Sunset Limited de Cormac MacCarthy), Mi cena con André prueba su vigencia dentro del género y destaca por la actualidad de los conflictos que plantea. El cuidado de la atención plena en medio de un mundo saturado de ruido, la función del teatro en las actuales sociedades urbanas, el desgaste de los modelos narrativos tradicionales y las preguntas sobre el devenir del arte en un mundo dominado por la moda y el mercado, son solo algunos de los tópicos que repasa. El montaje de Schoemann y Ulloa aporta una mirada particular sobre estos mismos temas y deja abiertas un par de preguntas fundamentales: ¿cuál es el teatro que consumimos? y ¿qué tipo de teatro estamos haciendo?