Combate de puños veloces
José Manuel Velasco
Apenas escuchamos la tercera llamada y el escenario ya arde con una persecución. Suena una música de fuga policíaca y vemos que dos personajes huyen al más puro estilo de Mark Renton en la película Trainspotting: doblan esquinas, se ocultan momentáneamente y corren de nuevo para salvarse el pellejo. Una vez libres de peligro, a punto de echar el bofe, comienzan a contar su historia. Son el Güero y el Chaparro, carnales, hijos de la misma jefa mangoneadora y del mismo jefe pedote (aunque todo indica que el Güero salió de una cana al aire con el lechero, todos prefieren hacerse pendejos). Su vida es la vida del barrio: las cáscaras pamboleras, las riñas callejeras y los rumores sobre un montón de adultos torvos y medio locos.
Sin embargo, por encima de la bulla y el desmadre urbano, tira el sueño de un futuro mejor. El carro del año, la casa grande, la novia despampanante; ese cielo radiante de los ricos y famosos que siempre nos queda lejos y que poco sabe de la jodidez rijosa de tantos don nadies. Así pues, en esa carrera hacia “el éxito”, los hermanos acabarán por aliarse cuando el Güero renuncie a su carrera de internacionalista para apoyar al Chaparro en sus sueños de boxeador.
La nueva aventura los hará enfrentar el turbio submundo del pugilismo: los amañes, las peleas clandestinas y el juego de influencias que antecede a las peleas estelares, etcétera. A medida que la narración avanza el Güero y el Chaparro acaban contra las cuerdas, asediados por los golpes de un rival elusivo, una hidra de Lerna parida en el fango de la realidad mexicana. En esto consiste, a muy grandes rasgos, la anécdota de Bare Knuckle, una historia que es hija de los dramas latinoamericanos donde un fulano más o menos simpático sueña con ser un triunfador, lo que sea que esto signifique.
El guión de Israel Sosa es hijo de la tradición narrativa apuntalada por dramaturgos como Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, Edgar Chías y Alejandro Ricaño. En una sucesión de alternancias, los personajes se dirigen al espectador para contarles de qué va la aventura; enseguida representan la acción de una escena concreta —así una y otra vez— e interrumpen de nuevo para hablarle al espectador y así hacer avanzar la historia. Idealmente, estas narraturgias aspiran a fluir sin que sus intermitencias corten el flujo de la progresión dramática; sin embargo en numerosas ocasiones esta estrategia narrativa actúa en detrimento del espectáculo. Por un lado, el actor se divide y es incapaz de conciliar los distintos tiempos dramáticos: al dirigirse al público trabaja solo con el tercio superior de su cuerpo y difícilmente consigue enraizarse (bajar a la genitalidad) al representar las acciones.
Otro problema común a esta estrategia de organización dramática es la tendencia a uniformar y aplanar el ritmo. Lo explico: comúnmente la necesidad de interrumpir la acción para ir con el espectador corta la energía y rompe esas bonitas burbujas de suspenso dramático que en el teatro clásico suelen estar pobladas de silencios nutridos y angustiantes. El actor se olvida de acumular y tiende a suplir el conflicto interno con recursos meramente gestuales, o simplemente yendo más rápido. Un denominador frecuente en este tipo de montajes suele ser la tendencia a la velocidad, como si acelerar bastara para contagiar al espectador con el vértigo de lo irrecuperable. Con esto no quiero decir que la narraturgia sea impracticable ni mucho menos imposible, he visto muchas obras muy afortunadas en este registro, pero sí considero que el equilibrio energético y la fortuna dramática de un montaje narratúrgico no es cosa fácil.
En el caso específico de Bare Knuckle me parece que —a pesar de los incontables aciertos y recursos de los cuales el director echa mano— la obra no consigue escalar ni esponjar en cuanto a la inminencia trágica de los conflictos. Este apunte crítico duele particularmente, ya que también es posible entrever la enorme cantidad de trabajo y el esfuerzo ingente realizado por la compañía Caracoles Teatro. Por su parte, las actuaciones de Salvador Carmona e Israel Sosa como el Güero y el Chaparro, merecen un reconocimiento en lo que refiere a su agilidad y asertividad al ejecutar las diversas coreografías de movimiento. La transformación de ese único y distinto ring-espacio-escénico se debe —en buena medida— a su talento imaginativo. Queda pendiente un mejor trabajo vocal con el personaje del Chaparro, ya que a ratos la voz se nasaliza tanto que resulta incomprensible. En el caso de Salvador Carmona —que brilla en repetidas ocasiones con una presencia vibrante y electrizada— habría que atender a los tránsitos corporales entre el Chacho (el entrenador del Chaparro) y el personaje del Güero, ya que a ratos el Güero permanece levemente encorvado y tarda unos momentos en recuperar su figura.
Si el montaje, en términos generales, se destaca por su inteligente sentido del humor (la carrilla a Julio César Chávez, por ejemplo, es una genialidad), por su vitalidad y por el ingenioso armado escénico de algunos pasajes, considero que podría afinarse el timing y cuidar el trabajo de acumulación dramática.
Bare Knuckle retoma la mítica callejera del barrio y la acerca al público por medio de una historia rica en referentes cotidianos. A lo largo de sus diversos episodios, el universo familiar del México-Barrio exhibe su carisma y sus profundas contradicciones. Nos guste o no, este relato fraterno y conmovedor surge de la víscera y cruza rápido como un buen jab hacia la quijada. Con todo y sus tropiezos y accidentes, alegra atestiguar que el teatro mexicano se engalane con este tipo de combates.