El mal del amor hiperestésico
José Manuel Velasco
Dos corazones solitarios se encuentran en Internet. Hablan sobre lo que uno habla normalmente en un chat. Dónde vives, qué haces de tu vida, cuántos años tienes y demás. Intercambian fotografías (sus perfiles más favorables), buscan parecidos y similitudes, mienten un poco y —tal vez sin darse cuenta— se ilusionan. Imaginan al otro: lo piensan tierno, atractivo y… ¿especial? En ese hades de entelequias solitarias (Tinder-Twitter-Facebook-etc.) germina un brote bello y delicado, algo así como una diminuta intención de enamoramiento. Quizá ella y yo podríamos… No sé, no lo creo… Pero, ¡ah!… Bueno… ¡Qué más da! Ahora esos dos corazones quieren estar más cerca: mirarse, presentar sus cuerpos y dejar que la química haga sus enlaces mientras que, cada quien por su lado, se esfuerza por mantener viva la conversación y evitar ese silencio tenso que a todos nos hace sentir un poquito incómodos y extraños.
En esa meseta de expectativas, nervio y vulnerabilidad —cuando dos personas se miran por primera vez— comienza Piel de Mariposa, la obra de la dramaturga Jimena Eme Vázquez, con la cual debutó el ciclo Teatro de una Noche de Verano 2018, curado por Juan Carlos Franco.
La historia de Elisa (Diana Sedano) y Guillermo (Guillermo Nava), poco a poco va descubriendo sus detalles y sus peculiaridades. El espectador es invitado a vivir esa serie de momentos torpes y lances ambiguos que conforman las primeras citas. Y si el espacio virtual permite esconderse con mayor fortuna, la presencia física no miente. Elisa está vendada del cuello a los pies: padece epidermólisis bullosa o piel de mariposa, una anomalía genética responsable de que su piel esté dispuesta para una sola cosa: sentir dolor. Para Elisa el menor contacto físico es un principio de herida. La fantasía de tocar al otro la obliga a aceptar el hecho de que —al entregarse— será lastimada. Guillermo, por su parte, parece menos consciente de sus susceptibilidades. En un instante pasa de la candidez embelesada a la rabieta adolescente. Su timidez, a ratos medio furiosa/medio romántica, deja entrever un enorme deseo de fundirse con Elisa, sin importar las consecuencias. En el transcurso de una noche, Elisa y Guillermo vivirán un drama poblado por las dudas y los equívocos propios del mundo líquido que hoy compartimos.
El montaje, dirigido por Isael Almanza, emplea simples y acertadas coreografías de movimiento y sutiles desplazamientos de planos para marcar los saltos temporales de la narración. El diseño sonoro contribuye maravillosamente a generar climas emocionales de tensión y extrañeza. Se percibe un trabajo fino y armónico entre los actores y el director. Diana Sedano brilla como una Merlina ágil, maliciosa y enternecedora; por su parte, Guillermo Nava hace un trabajo puntual con sus subibajas de energía y consigue encarnar a un personaje errático e impredecible. Una escena que involucra un juego de ping-pong y la recreación de Elisa sumergida bajo el agua, harían que cualquier consejo crítico levantase sus cartulinas calificadoras con sus respectivos 10-10-10-10-10.
La escenografía, conformada por un par de sillones y una duela, es eficiente y se ajusta a las necesidades dramáticas del montaje. Sin embargo, el techo vegetal que limita el espacio por arriba pareciera que está de adorno.
Este potente y conciso drama romántico se inscribe felizmente en la tradición de un teatro revitalizante que está buscando contar las historias de nuestra sociedad del cansancio, deja a su paso una serie de preguntas urgentes. Al hablar de las nuevas fronteras identitarias y emocionales (pautadas por la virtualidad), hace emerger una cuestión fundamental para el convivio humano: ¿cómo nos estamos tocando? Y qué mejor que el teatro y la escena para mirarnos a los ojos y reflexionar sobre las máscaras digitales y los límites afectivos que establecen los algoritmos de las redes sociales.
A falta de una respuesta definitiva es posible intuir que el entramado de distancias, códigos y temores que trae consigo el amor en los tiempos de las redes sociales, parece apuntar hacia una nueva sensibilidad, hacia un dolor insoportable que hemos ido descubriendo juntos en lo que va del siglo XXI. Tal vez al reconocer esta hiperestesia millennial, como el dolor de Elisa y su piel de mariposa, podamos ir encontrando formas y estrategias suaves para hacer contacto. Descubrir, juntos y al tanteo, este dolor de ser la tribu hípermoderna, tan alienada ante las formas más elementales de la fraternidad y el cariño.