VICENTE LEÑERO (1933-2014)
Fernando de Ita
Que yo sepa, nadie llevó en México un diario tan puntual de su vida en el teatro como Vicente Leñero. Gracias a su memoria escrita podemos recrear algunas de las peripecias de lo que fue hacer teatro independiente en los tiempos del presidencialismo imperial, cuando la censura era uno de los atributos irrefutables del poder. En perspectiva, la obra dramática de Vicente Leñero fue primero una trinchera y luego una punta de lanza, tanto en su forma como en su contenido. Con Ignacio Retes como director de sus primeras obras, puso en el escenario temas intocados por los dramaturgos de su lugar y de su tiempo. Ahora que los jóvenes dramáticos están literalmente encantados con el teatro documental, podrían voltear los ojos a las obras del autor que se les adelantó en el tiempo y el espacio de la ficción realista, si se permite el oxímoron.
Vicente fue un hombre de teatro pero también un narrador y un periodista de gran vuelo, de manera que sus obras dramáticas se salían del canon usigliano por un camino lateral al del realismo poético de Sergio Magaña y Emilio Carballido, los dos pilares sobre los que se levantó la primera capilla del teatro de autor en México. Repasando la biografía de sus obras se puede afirmar que Leñero no siguió uno sino diversos caminos para llegar al escenario, comenzando por el hecho de que fue el primer autor de peso que aceptó, así fuera a regañadientes, que el teatro de finales del siglo XX ya no era sólo literatura dramática sino escénica. Sin que esto quiera decir que rindió su espada en defensa del autor como fuente primaria y última del hecho escénico. Su pleito soterrado con Ludwik Margules es de las pocas crónicas que nunca escribió con esa canalla sinceridad que al menos a mí me hacían abrir la Revista de la Universidad en la página donde se publica, hasta el mes de diciembre del año en curso, su memoriosa columna mensual.
Yo diría que tuve con Vicente sólo un trato profesional de no ser por las muchas veces que compartí con él la sobremesa en festivales de teatro nacional y extranjero, en reuniones de amigos mutuos, en las comilonas de la SOGEM de José María Fernández Unsaín y en los aperitivos y digestivos que se toman cuando se comparte un proyecto editorial como el libro sobre la historia del Teatro Insurgentes. En ese terreno era un hombre afable, prudentemente coqueto con las damas, siempre inquieto por la realidad del país, sin sobra de protagonismo a pesar del lugar que ocupaba al lado de Julio Sherer en la revista Proceso. Ya con algunos güisques entre pecho y espalda se olvidaba de su propia máxima (“si no quieres que se sepa no me lo cuentes, porque soy periodista”), para contar sus encuentros y desencuentros con el poder, acaso la potestad que más atormenta a los mexicanos de todos los tiempos, ya sea por su aceptación o su resistencia, como era su caso. Doliente aún por la muerte del más singular autor dramático del siglo XX mexicano, intento un mínimo repaso de su obra, que desde hoy está en espera de su atenta lectura.
LEÑERO Y SU OBRA
Lo primero que se puede decir de Vicente Leñero es que es un escritor, un periodista y un autor dramático singular, atípico, porque él estudió para ingeniero y fue ajeno al ambiente intelectual y farandulero de las disciplinas mencionadas. Por ello, no le fue fácil alcanzar el reconocimiento que merece su obra en la República de las Letras. Así lo ha expresado él mismo en los honores académicos y los reconocimientos institucionales que ha recibido en los últimos diez años de su vida. Su sentir, en breve, es que esos obsequios al talento y la perseverancia, llegaron muy tarde.
En el terreno del teatro, Vicente fue un advenedizo en el sentido de que no formó parte de lo que yo llamo la Escuela Dramática Mexicana que fundó Rodolfo Usigli, de la que se desprende nuestra joven tradición teatral. Acaso por no venir de esa corriente formó la propia, no como una ruptura de la tradición sino como otro afluente del que abrevaron los autores de la Nueva Dramaturgia Mexicana de los años 80, entre los que están Sabina Berman, Jesús González Dávila y Víctor Hugo Rascón Banda, entre muchos otros.
A vuelo de pájaro yo veo tres periodos bien definidos en la obra dramática de Vicente: el de su teatro documental; el de su teatro realista y el de su teatro laboratorio. En los años 60 el autor alemán Peter Weiss puso en el centro de la escena europea un teatro documento que tuvo trascendencia global, pero no fue Weiss, sino “la falta de imaginación”, entre comillas, que Leñero ha pregonado desde siempre, lo que lo hizo contemporáneo de ese movimiento con obras como Pueblo rechazado y El juicio, llevadas a la escena por otro gigante del teatro del siglo XX mexicano: Don Ignacio Retes. Esa etapa de Leñero merece un estudio a fondo para que los jóvenes dramaturgos se enteren de lo que fue luchar contra la censura en un país donde el censor era el dueño del changarro. Eran los años en los que la secretaría de gobernación debía darle el visto bueno a las películas y las obras de teatro antes de que abrieran telón. En sus dos tomos de memorias teatrales, Vivir del Teatro, Leñero cuenta con mucha jiribilla estos y otros episodios de su experiencia como autor de teatro. Desde entonces, Leñero defendió la libertad de expresión en el cine, el teatro y el periodismo.
Con la adaptación teatral de su propia novela, Los albañiles y Los hijos de Sánchez, del antropólogo gringo Oscar Lewis, Leñero y Retes hicieron historia al inicio de los años 70 por presentar la cara real de los jodidos del Anáhuac, por vencer los mil obstáculos que les pusieron para estrenar ambos montajes, y por salir abantes a las feroces, injustificadas críticas de los intelectuales orgánicos del Echeverrismo. Más hay una obra que yo considero una joya de su etapa realista: La mudanza, estrenada en 1979, donde por primera y única vez se permite utilizar el entorno, la vivencia personal como tema de la pieza, que cuenta el conflicto amoroso de una pareja de intelectuales de clase media. La actuación de María Rojo y Luis Rábago, la escenografía de Alejandro Luna y la dirección de Adán Guevara ayudaron a que el montaje fuera memorable.
En 1980 comienza a experimentar con diversos temas y formas dramáticas, sin dejar de recurrir a sus viejos hábitos documentales, como fue el caso de El martirio de Morelos, que provocó otro brote de censura del rector de la UNAM, don Octavio Rivero, porque Morelos era el héroe oficial del presidente Miguel De Lamadrid, y sabrá dios que podía hacer con él un autor que se había atrevido a decir la verdad de México. La visita del ángel, Pelearan 10 rounds y Nadie sabe nada, dieron muestra de los diversos registros dramáticos de un autor que en plena madurez, en lugar de caminar sobre terreno seguro se arriesgaba a buscar distintas maneras de suscribir el conflicto humano. Para algunos admiradores de su teatro aquí y en el extranjero, La noche de Hernán Cortés es su obra mayor con la que cierra, en 1992, su tercer ciclo dramático.
Después de Jorge Ibargüengoitia, Vicente Leñero es el autor consagrado que más ha resentido las veleidades del medio teatral, las dificultades para hacer teatro y el papel de la crítica. Cuando tomó posesión como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, el 12 de mayo del 2011, con un discurso que tituló: “En defensa del Teatro”, se cobró las afrentas que desde su punto de vista recibió de Emanuel Carballo como novelista y de Fernando de Ita como autor dramático. No lo culpo. El teatro es como una mujer buenísima que te chupa la sangre para entregarte sus favores, que nunca son definitivos, porque obra tras obra, montaje tras montaje, se sufre para conseguir sus orgasmos. Con todo, a sus 81 años, Vicente Leñero puede decir que fue uno sus amantes más valientes, más lúcidos, más honestos, más arriesgados y audaces de cuantos pudo tener el teatro mexicano, antes de que él, y no esa puta soberana que es el teatro, le diera la espalda.