La extinción de la vanguardia
Juan Carlos Franco
Es relativamente fácil darse cuenta que el mundo del arte en México está en una crisis amenazante. También es cierto, como bien habrán de apuntar los simpatizantes del gobierno en turno y, sospechosamente, también los «empresarios del arte» —lo que sea que eso signifique—, que la crisis no afecta a todos por igual. De hecho, lo mismo que está destruyendo las posibilidades de la mayoría de los creadores para seguir produciendo es lo que hace que el arte comercial esté despuntando como nunca antes.
El teatro es quizás la disciplina donde esto es más evidente. Los exorbitantes recortes al presupuesto federal a la cultura y la consecuente reducción de producciones de calidad producidas con apoyo público, económico o en especie, la crisis económica global y los efectos de la pandemia (incluyendo el cierre de espacios, las temporadas reagendadas o canceladas, los aforos reducidos y la precariedad laboral para los artistas escénicos) han significado, al menos en la Ciudad de México, que las producciones comerciales ocupen espacios que antes eran destinados a piezas con una indagación estética mucho más profunda.
Y sin embargo, a nivel estético la mera precariedad quizá no sea lo más preocupante. La consolidación de la industria teatral chilanga —que no de la comunidad teatral— ha significado un revés fatal para la creación crítica, original y desafiante en eso que a veces llamamos, por no encontrar una expresión más contemporánea, teatro «de vanguardia». Hoy sería inconcebible el nacimiento de un Poesía en Voz Alta, o de un foro como La Madriguera. La misma UNAM, que justo antes de la pandemia parecía ser el último reducto de libertad creativa y de producción para los teatristas, tuvo acaso la participación más destacada en la discusión sobre el teatro en la cuarentena y sus consecuencias para la comunidad, pero no ha sabido encontrar su lugar con el público en los últimos meses (exceptuando acaso La violación de una actriz de teatro, la breve y contundente obra de Carla Zúñiga dirigida por Cecilia Ramírez Romo y coproducida por la Compañía Nacional de Teatro); su presupuesto parece también estar severamente reducido.
Otras posibilidades de producción o continuidad escénica —el INBA (y su epicentro centralista, el Centro Cultural del Bosque), el Sistema de Teatros de la CDMX, el Fonca, el PECDA de cada estado o básicamente cualquier convocatoria surgida en los últimos 20 años— resultan ahora, por la asfixia presupuestal y el desinterés de sus responsables, inviables como medios de creación.
Este panorama ha significado poco a poco la extinción de la vanguardia en la escena mexicana. Y hay, sin embargo, una razón más para explicar este contexto: la existencia de Efiartes como único apoyo público digno para la producción. Siendo en esencia un estímulo fiscal para las empresas privadas, la relación entre una propuesta estética y la curaduría empresarial (si es que pude llamársele así) hace que, en el sentido más neoliberal, las empresas escojan los proyectos que no representan ninguna crítica, ningún conflicto político y ninguna perspectiva que contradiga o contraste el poder del capital que, naturalmente, sustentan esas empresas que son tan grandes como para ofrecer hasta un 10% de su ISR a un proyecto artístico. El resultado ha sido aparentemente alentador: producciones vistosas, carteleras llenas, obras famosas internacionalmente y actores de renombre. Sin embargo, las consecuencias más amplias son terribles: la posibilidad de producir una pieza arriesgada y crítica frente al sistema es hoy básicamente una imposibilidad.
Es por eso que una obra como Jodidxs (léase «Jodides», claro) resulta relevante en este panorama. Producida por Pornotráfico íntegramente con sus propios medios (y, como siempre, con la ayuda de amigos), Jodidxs es una reacción estética a este problema político. Frente a la homogenización de las propuestas escénicas de la ciudad, propone una visión discursiva y un mundo escénico único y confrontacional que, no obstante, logró un lleno total de su primera temporada en El Milagro y generó reacciones complejas pero positivas al mundo único que propone.
La pieza —que transita de lo dancístico a lo realista, del meme a la ironía depresiva, la farsa caótica y la reflexión sincera— explora la insatisfacción, la precariedad y la ausencia de horizonte de unos personajes que son claramente no sólo personajes sino una generación entera. Las sinopsis deberían estar desterradas de este planeta, pero esto se nos ofrece en el programa de mano:
T llega muy tarde a casa de trabajar, Calamardo se muda a otra ciudad, A empieza a odiar a sus amigxs, Mamá tiene opiniones problemáticas sobre las Torres Gemelas, L necesita más días felices, E encerró a alguien en una canción, Mark Ravenhill quiere parar el tráfico con su cadáver, D ahora consume pastillas caras más caras, Sarah Kane ensaya una obra de teatro con sus vecinxs, una Serpiente, una Rata y un Mariguano escapan de un lote baldío que se incendia.
En esta apertura dramática, tomando la cultura pop como mecanismo de defensa y la necesidad de gritar para sentir algo como horizonte, Jodidxs, escrita y dirigida por Anacarsis Ramos, es una expresión de lo que la escena puede hacer si no se ajusta a la idea de un teatro que valora lo tradicional, lo domesticado y lo complaciente. En ese escenario casi vacío que va habitándose por elementos que enuncian su propia precariedad como recurso estilístico —una escenografía hecha de retazos de tela que mutan hasta el agotamiento, un proyector que dibuja memes y frases de en las paredes, un gran guiñol sencillo y sin embargo lleno de ideas— se hacen evidentes la inteligencia de la propuesta escénica y un montón de grandes actuaciones, tonal y estilísticamente complejas: una crisis de ansiedad dolorosamente cercana, una mímesis irónica de la voz de Calamardo, el monólogo de una madre espléndidamente ejecutado en su absurdo. Es una obra salvaje y dolorosa que no se toma muy en serio. Esa frase no puede aplicarse prácticamente a ninguna otra pieza en cartelera en un buen rato.
En Jodidxs, como en tantas otras obras que podrían estar produciéndose ahora mismo, la meta no es cumplir con las expectativas del espectador, sino sobrepasarlas, burlarse de ellas, encontrar un camino completamente diferente. Si Calamardo es la voz principal de este universo de dos horas, no es porque, como uno esperaría, la obra busque conectar con los niños o los pachecos (aunque de escoger una tendrían que ser los segundos). Si los personajes hacen una obra de teatro dentro de la obra de teatro, no es para hablar de su poder político sino de su irrelevancia. Si hay decenas de líneas argumentales abiertas en dos horas no es para sentir la satisfacción de sus cierres, sino para introducirnos en la futilidad, la frustración y el sinsentido de lo que vivimos todos los días (en el último capitalismo).
Y es por eso que necesitamos teatro transgresor, y es por eso que Jodidxs muestra un camino posible para seguir haciéndolo en un país donde las puertas no dejan de cerrarse: para pensar en el escenario, para idear nuevas formas de ficcionar, para contar sin censura lo que le pasa al país y a nosotros mismos y para inventar nuevas formas de ver. No hay forma de hacerlo si la única vía es pedirle dinero a las empresas y esperar que ellas nos acepten la propuesta de poner en duda al capital, al gobierno, a la emergencia climática provocada por el consumo excesivo, y a la constante desigualdad que sufren la mayoría de las personas. No se puede servir a dos amos. Esa lección la saben mejor que nadie los que sustentan el poder. El teatro no puede alinearse con ellos, sino en su contra. Siempre en contra del poder.
En un panorama poético que nos ofreció en la última década obras desafiantes de Alberto Villarreal, Raquel Araujo, Richard Viqueira, Sixto Castro Santillán, David Gaitán, Laura Uribe, Víctor Hernández, Aristeo Mora, Isabel Toledo, Sayuri Navarro, Lucila Castillo; de Teatro Bola de Carne, Lagartijas Tiradas al Sol y Teatro Línea de Sombra, entre muchos otros creadores y compañías (y una sola pieza de la Compañía Nacional, Pollito, de la que escribí en Letras Libres), las cosas pintan cada vez peor para lxs creadores jóvenes de México. Pero no nada más para nosotros: es el panorama completo el que peligra. La obra misma de los que menciono es cada vez más incierta.
Delante de la crisis se nos ofrece la luminosa bonanza del teatro comercial —alfombra roja, influencers, Ticketmaster, actores de cine y piezas extranjeras. Mientras, al otro lado, se esconde la precariedad de nuestra comunidad, las luchas por la dignidad y el recorte fatal al presupuesto público de un gobierno que se marketea como de izquierda; hay también una pelea constante por mostrar que la escena es mucho más que cumplir con las expectativas del gran público. Lo mínimo que debemos hacer es ofrecerle a ese público las opciones completas, la posibilidad de encontrar en el teatro no nada más resolución y complacencia, sino provocación y crítica. Para eso ha estado siempre la vanguardia.
Juan Carlos Franco (Ciudad de México, 1989). Escritor, director de escena, traductor y periodista. Ha escrito la Trilogía del Reino, Ella miró un pájaro blanco cruzar el cielo y pensó que podía ser una gaviota y Soñé una ciudad amurallada, entre otras. Su última obra es Relato, en colaboración con la coreógrafa Bárbara Alvarado, seleccionada para la 42 Muestra Nacional de Teatro. Tradujo Shopping & Fucking, de Mark Ravenhill, para su estreno en México. Actualmente es coordinador de desarrollo de Dynamo México. https://twitter.com/juandearcadia