Meno Fortas de nuevo en México
Pasado en presente
EL FINANCIERO/ Fernando de Ita
¿Un artista del pasado puede estar en el presente y afectarlo con su visión del tiempo? Eimuntas Nekrosius (Lituania, 1952), lo hace a escala internacional desde los años 90 cuando Arthur Miller lo proclamó, en Vilnus, un genio del teatro. Educado en más de un sentido en la Unión Soviética, regresó a su tierra para darle un vigor inusitado a la admirable tradición del teatro báltico, región de Europa con hondas raíces históricas y culturales. En esa identidad comunitaria está el piso del teatro lituano y de ahí partió Nekrosius para hallar la universalidad de su lectura escénica de los clásicos, esos textos de ayer que han soportado la devastación del tiempo.
Son cuatro los montajes que han presentado el colectivo Meno Fortas, o Fortaleza del Arte, fundado por Nekrosius en 1998, en nuestros escenarios. Tres de ellos en el Teatro Juárez de Guanajuato y el cuarto en el Palacio de Bellas Artes. Otelo, Hamlet, Fausto y El Idiota conforman el cuarteto. Shakespeare, Goethe y Dostoievski. Hay que tener una poderosa vitalidad intelectual y artística para darle presencia física y espiritual a semejantes indagaciones de la condición humana. Es en este sentido que colocó la práctica escénica de Nekrosius en el pasado, porque en la segunda década del siglo XXI, cuando el teatro busca, en palabras de Robert Lepage, su contemporáneo, los recursos estilísticos y tecnológicos del cine para jalar público, el director lituano apuesta por el lenguaje de la teatralidad, por la conformación psicológica de los personajes, por el simbolismo de las imágenes, de las atmósferas que crean artesanalmente en el escenario, por las metáforas que van construyendo los actores en su rompimiento con el realismo, pues si algo distingue a las partituras escénicas de Nekrosius es la forma de interpretarlas, con acciones físicas que distorsionan, interrumpen, comentan y amplían el discurso verbal de los personajes.
Esta contradicción entre lo que dice y lo que hace el actor al decirlo está muy clara en El Idiota, considerada la obra más autobiográfica de Fiodor Dostoievski. Como vimos en Bellas Artes el pasado fin de semana, la lectura escénica de las peripecias del príncipe Lev Nicoláyevich Miskin, está basada en la psicología de los caracteres centrales de la trama, pero en lugar de exponer esa conducta convencionalmente, con el naturalismo del siglo XIX o el realismo del siglo XX, Nekrosius va creando en el tiempo y el espacio una invención de lo real que lejos de copiar la realidad la transforma y la sintetiza. Por ejemplo, para mostrarnos en una breve secuencia el abandono, la orfandad, y la enfermedad del ingenuo Miskin, al inicio del prólogo, simplemente dos camilleros suben al príncipe en una camilla para botarlo enseguida a los ojos del público. En la importante escena del viaje en tren, donde el Idiota conoce a Parfenio Rogozin, el amante de Natasia Filippovna arrastra a Miskin por el piso como si fuera el vagón que corre por las vías en dirección a su amargo destino.
Nekrosius es seguramente el único director de la cartelera internacional que se toma nueve meses para cada montaje, esto es, que mantiene el espíritu del teatro laboratorio de Grotowski y Barba. Sus actores comentan que es intrincado seguirle el paso porque su mente es una caldera en ebullición, pero que al final del parto todo cobra sentido para ellos. Para hacerle justicia a esta inmersión en las entrañas del teatro el público debería tener al menos una semana de entrenamiento en el código nekrosiano, como esto es imposible el espectador tiene que dominar su impaciencia para acceder al universo simbólico del director lituano que escena tras escena nos va ganando para su causa, a veces porque vemos lo que está atrás de las apariencias, a veces porque entendemos la intención oculta de su quehacer y generalmente porque el movimiento incesante de los personajes, sus obsesivas y absurdas acciones terminan por hipnotizarnos, por meternos en el mundo paralelo de la creación artística.
Para el espectador actual una obra de cinco horas de duración es un tormento seguro. Si uno se queda fuera del juego la aburrición es intolerable, pero difícilmente una mente abierta y un cuerpo relativamente sano se escapa de la fascinación que nos provoca el descubrimiento de lo desconocido, la revelación del secreto humano que no es otro, como supo Dostoievski, que la dualidad que nos habita, mitad ángel, mitad demonio, de manera que cuando se rompe ese equilibrio y triunfa uno de los poderes simbólicos del ser, nos convertimos en monstruos, o en idiotas. Finalmente quiero decir que yo sí me casaría con Natasia Filippovna.