¿Cómo era el Cervantino?
Fernando de Ita
Fui un niño lector. En la hacienda de Chimalpa no había luz eléctrica y apagaban la planta de luz a las 9 de la noche. Me las ingeniaba para meter un quinqué de gasolina bajo las sabanas para leer las novelas de Salgari, o para hojear una vez más el álbum de fotos de mi abuelo en el que la Ciudad de México y las haciendas que tuvo o que administró en el estado de Hidalgo me parecían retratos de un mundo tan fascinante como la Roma de los césares, porque también era un mundo perdido. Mi abuelo murió siendo yo muy pequeño pero cada vez que miraba bajo las sábanas aquellas viejas fotografías, obligaba a mi abuela al día siguiente a que me contará cómo fue ayer, cuando se cambiaron las volantas, las carretas de caballos en las que mi madre iba al pueblo, por los autos. Cómo fue ayer, cuando el cine apareció en esas rancherías para confundir el sentido de realidad de los campesinos. Cómo fue ayer cuando la vida parecía una comedia feliz, al menos en las fotografías.
Ya de joven, fastidiaba a mis tíos o a la gente de edad que se cruzaba por mi camino para que me dijeran, con lujo de detalles, cómo cambió la ciudad de México en los últimos 50 años. Preguntaba si cambió el clima, la luz, el humor de la gente. Los asediaba para saber si se dieron cuenta del cambio. Para mí descontento, las respuestas eran vagas, imprecisas, generales. Nadie me hacía una crónica como la de Bernal Díaz del Castillo sobre la conquista de México, o la de Gibón sobre el ascenso y la caída del Imperio Romano. Crecí con un vacío en el estómago por esa ausencia del pasado, por así decirlo.
Ayer, al llegar a la ciudad de Guanajuato para cumplir 33 años de asistir ininterrumpidamente al Festival Internacional Cervantino, mi primer y único nieto me preguntó: ¿Cómo era el Cervantino cuando viniste por primera vez? Me quedé como los ancianos a los que yo interrogaba sobre el pasado de la ciudad de México, mudo ante tanto pretérito, callado por la abrumadora cantidad de tiempo que ha corrido en los 12 mil 45 días que componen ese lapso de vida. El primer cambio que se me vino a la cabeza fue que en los últimos años disfruté el Cervantino al lado de mi primer y único hijo. Un artista en ciernes que ahora tiene 16 años cumplidos, que disfrutaba a plenitud la música, el teatro, la danza, los museos y las chamacas que pasaban a nuestra vera. Fue un contento vivir con él estas fiestas del arte escénico y un premio de la vida caminar en su compañía en la alta noche de Guanajuato, hablando del estruendo que le había causado en el cuerpo y el espíritu del Otelo de Eimuntas Nekrosius, el director lituano, por ejemplo. Cómo extraño a esa criatura que se fue a la frontera norte para ser él mismo.
Nicolás Núñez, el chamán del teatro mexicano, comenzaba sus talleres recordando que el mundo está girando a nuestros pies y nosotros ni en cuenta. El mundo gira, el tiempo pasa y ése grado de conciencia que nos hace humanos no alcanza a responder cuál es el sentido del tiempo, del espacio, el sentido de la vida que se nos va entre los dedos. Por eso el ser pensante construyó pirámides, fortalezas, ciudades, para tener un sentido de su trascendencia, de su efímero paso por el prodigio de estar vivos, un instante, sí, como cantaron los poetas mexicas, solo un puto, maravilloso instante aquí en la tierra.
A lo que voy, es que esa invención o reinterpretación de lo real que llamamos arte, esto es, artificio, ilusión, utopía, es tal vez la mejor manera que tenemos los seres vivos dotados de cerebro, corazón, estómago, sexo y culo, de responder a la pregunta mayor del género humano: ¿Qué chingados hago aquí, en la tierra, por qué soy yo y no otro, qué hago aquí y no allá? En fin, la pregunta eterna: ¿De qué se trata la puta vida?
Acaso, como decía mi añorado Ludwik Margulles, tal sea la exigencia que le tenemos que hacer a los Festivales del mundo, no solo al Cervantino: ¿qué tanto nos acercan a esa respuesta?
Foto: Entremeses Cervantinos del Teatro Universitario de la Universidad de Guanajuato. Plaza de San Roque. ( http://bit.ly/oIBTXc