Rito anual. De camino al Cervantino
EL FINANCIERO
Fernando de Ita
Voy a cumplir un rito: por trigésimo tercer año consecutivo tomaré las veredas de José Alfredo, que son las de Guanajuato, para ir al Cervantino. Imitando a Novo ya podría escribir una crónica de esta fiesta en el periodo de siete presidentes de la República. De Echeverría a Calderón la vida en México pasó de la tragicomedia revolucionaria a la farsa más sangrienta de nuestra historia en tiempos de paz Los adolescentes que erotizan las escarpadas calles del antiguo mineral se quedarían boquiabiertos si pudieran mirar, como en el cine, los inicios de esta feria de las artes que comenzó como un jolgorio estudiantil y se ha convertido en el decano de los festivales artísticos de Iberoamérica y acaso en el único que programa todas las artes escénicas a escala internacional.
En Europa hay festivales de teatro, música, danza, circo, teatro de calle, ópera, más antiguos y con mayor peso que el FIC. En Bogotá, Colombia, se hace el Festival de Teatro más prolífico de nuestros pueblos. Pero en ningún país de lengua española y portuguesa hay un escenario con las puertas abiertas al canto, la danza, el teatro, la música, la pintura, el cine, el happening y la divulgación cultural de la dimensión del Cervantino. La pregunta que se me viene a la mente cuando cruzo la Sierra Gorda que separa a Dolores Hidalgo de Guanajuato es: ¿qué sentido tiene hacer tamaña fiestota en un país trastocado por la violencia? La respuesta es inmediata: el de evitarla.
El arte, se ha dicho hasta el cansancio, no cambia la realidad; es como el sueño: la transforma en una tremenda, incontrolable fuente de placer, de dolor, de libertad, de horror y de plenitud. A veces, en los teatros, en las iglesias, en las calles de Guanajuato he visto gente volar hacia la dicha sobre las cuerdas de un violín, en el cuerpo de una bailarina, en la veracidad de un actor, en ese sonido, en ese movimiento, en esa imagen ficticia de la realidad que nos revela más de la misma de lo que consigue la razón.
Como dependencia del gobierno federal, el FIC no podía ser ajeno a las fiestas oficiales del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, de manera que su cartelera nacional e internacional está plena de concesiones al folclor, a la tradición, a esa innoble idea de que el pueblo, los pueblos, son estampas del pasado, no del porvenir. Ya bajando la sierra imagino un festival que celebre el pasado con las bellas artes del presente, seguramente porque mi hijo tiene 15 años y hace el viaje conmigo desde que tenía siete. Tonto de mí. Pensé que era yo quien le enseñaba el mundo del arte. No. Era él quien me enseñaba cómo verlo con otra mirada: la del porvenir.
Si la memoria tuviera un chip que reflejara en las paredes de Guanajuato su contenido, mi hijo vería a su padre jugando fútbol en el parque Unión porque al inicio de los años 80 los reporteros teníamos el tiempo, el espacio y las ganas de hacerlo. Aquella ciudad era aún la Cuevano de Ibarguengoitia donde el Teatro Juárez se llenaba con la clase ilustrada que don Jorge retrató magistralmente. Eran los tiempos en los que doña Carmen Romano de López Portillo hacía el festival en mayo para que su corte luciera sus vestidos de verano, pero también la época en el que el Cervantino fue, literalmente, el escenario para ver lo mejor de las artes escénicas de aquel tiempo, de aquel mundo tan disfrutable, tan injusto.
Si me quedo pensando en eso, la cinta de la memoria correrá por su cuenta para mostrar el año en el que los periodistas agotamos en dos días la provisión de alcohol que el gobierno estatal había previsto para los chicos de la prensa para tres semanas, pero también se verá la pasión y hasta las malas artes que poníamos los reporteros de entonces para ganar una nota, tener una entrevista exclusiva, escribir una crónica singular. Ganarnos, pues, el orgullo del oficio.
Espero que a mi niño le de ternura mirar que teníamos máquinas mecánicas de escribir para pergeñar la nota del día y que mandábamos nuestros textos y las fotos que los complementaban en la camioneta nocturna a la ciudad de México. Era otro país, otra realidad, más bella que ésta al menos en la alcoba, en la que sin presunción alguna uno podía tener tres mujeres por día sin repetir el cuerpo. Benditos sean esos años en los que un reportero de la cultura podía escuchar, podía ver lo mejor del arte escénico de su tiempo, escribir con ardor sobre eso y coger tres veces al día.
Entramos a Guanajuato. La tierra del Yunque que en pleno Cervantino se está dando golpes bajos. Sería un bien para el estado, para la nación, que ambos golpeadores le atinen al órgano reproductivo del fanatismo.