¡Al carajo, mon amour!
Oscuro. Se ve al fondo el altar de los técnicos. Luz blanca. Lámparas fluorescentes. Piso blanco. El escenario del Teatro Juárez desnudo. Entran Pascal Rambert y Audrey Bonnet en ropa de trabajo. Se colocan de frente pero en línea oblicua. El de cara al público. Ella de tres cuartos. Pascal comienza un monólogo de 60 minutos. Ella de pie, inmóvil, resistiendo la avalancha de palabras. Es el rompimiento, La clausura del amor, la propuesta radical de Rambert, uno de los hombres de teatros más reconocidos de Francia.
No hay concesiones dramáticas ni juego escénico ni personajes carismáticos (¿Quién le teme a Virginia Woolf?). Sólo un discurso racional, conceptual, filosófico, culterano de él. Sólo la insólita capacidad para inflamar el escenario de ella. Es la separación de una pareja. La verbalización de un amor que se consume. La maldita poesía del desamor.
Este “poema en cuerpo” fue escrito y dirigido por Rambert para el actor Stanislas Nordey, por: “el don tan especial que tiene Nordey para trasformar el lenguaje en una completa respiración del cuerpo”. Esta declaración del autor se volvió en su contra en Guanajuato porque el actor no pudo venir al Cervantino y Rambert tomó su lugar. Estando bien en el papel no está lo suficientemente bien para igualar la energía interior y la capacidad enunciativa de la actriz. Con Nordey enfrente, esta lapidación pública de una pareja de actores en el mundo real y el inventado debe quitar el aliento.
La clausura del amor abrió telón en el Festival de Aviñón del 2011. El dato importa porque nos sitúa en el escenario más sofisticado de Europa, el de la élite de la producción teatral cuyos protagonistas muy probablemente rompan sus relaciones amorosas citando a Platón y La Divina Comedia. Para ese público cosmopolita el planteamiento conceptual del personaje masculino debe ser la forma correcta de mandar a la chingada a la madre de tus hijos. Por ello fue notable que los espectadores mexicanos aguantaran las dos horas que se toman él y ella para soltar veneno, considerando que no hay movimiento escénico ni cambio de luces ni escenografía ni vestuario y que la diatriba está en francés.
Al final de la función Ángel Ancona me decía, emocionado: “No conozco aquí a ningún director que se atreva a hacer esto”. De ningún modo. Acá las diversas generaciones de autores y directores andan buscando a su público. Rambert ya tiene el suyo y pertenece a la clase intelectual o por lo menos a la gente educada que reconoce las referencias filosóficas del texto y se baña de cultura popular cuando el marido menciona el edificio Dakota donde mataron a John Lennon.
Diferencias culturales aparte, La clausura del amor nos enseña que la radicalización del teatro también pasa por la vuelta al origen, por el regreso al texto como el único soporte de la acción dramática y escénica. Para ser contemporáneos no hace falta sacar al teatro de los teatros. Basta con abolir la teatralidad dentro del teatro para que sea el actor quien vista el escenario desnudo, como lo hace a cuerpo limpio Audrey Bonnet, dejando en claro que las raíces femeninas son más hondas y florecen más rectas que las de los varones.
Hay dos momentos extraños, acaso simbólicos en este montaje. El primero cuando el discurso del hombre es interrumpido por un coro de niños que piden el foro para ensayar una canción francesa. El segundo al final de este ajuste de cuentas en que la actriz y el actor se desnudan de la cintura al cuello y se ponen un penacho vegetal. Tómalo como quieras. Lo importante ya está dicho. Y duele.