La honradez de un periodista. In memoriam Carlos Narváez
La muerte de Carlos Narváez, redactor del Excélsior de Scherer, el diario unomásuno de Manuel Becerra Acosta y La Jornada de Carmen Lira, me recuerda lo mucho que han cambiado los usos y costumbres del diarismo mexicano.
Los jóvenes que nos iniciamos en el periodismo con la fundación del unomásuno (1977), conocimos en carne propia la importancia de las jerarquías y aprendimos que las más hondas lecciones de periodismo no se daban en la Universidad ni en la Carlos Septien sino en las cantinas.
Si algo llevaron los periodistas que renunciaron a Excélsior, luego del golpe bajo de Luis Echeverría al nuevo periodismo mexicano, fue la altanería de haber sido parte de la elite del diarismo nacional. Sobre todo los jóvenes que ya tenían una esquina en aquella hoguera de las vanidades del triángulo Reforma-Bucareli-Balderas. Guardo en la mente, la fotografía de Rafael Cardona, Agustín Gutiérrez Canet y Emanuel Carballo en las caóticas juntas de Prado Norte, trajeados y encorbatados como un trío de triunfadores que veían por encima del hombro a la variopinta congregación de intelectuales, artistas y aspirantes a reporteros que pretendían formar un diario sin dinero y sin apoyo gubernamental.
Para calar la bonhomía de Calos Narváez hay que considerar que en esos años el redactor era el capataz de los mineros de la noticia, así que por definición debería ser un hijo de perra con los reporteros que se iniciaban en martillear el lenguaje. Para ejercer su yugo despóticamente tenía que ser un maestro de los modos gramaticales, sintácticos y prosódicos del periodismo escrito. Carlos lo era, pero su crítica siendo mordaz no era humillante sino aleccionadora. Y amaba las cantinas.
Al dar la noticia de su muerte, Fabricio León, director de La Jornada Maya, recordó que cuando La Jornada nacional se cambió de domicilio lo primero que preguntó Narváez fue dónde se podía beber y comer al viejo estilo, con botana acorde con el número de tragos que se consumen. Gracias a los ocho años que compartimos en el unomásuno, tanto en el diario como en las cantinas, yo lo hice uno de los personajes de mi recuento dramático de esa inolvidable travesía periodística, un conjunto de piezas llamado Tancredo, trilogía del cuarto poder (Editorial Artificios, 2012).
En mi experiencia, Carlos fue un hombre introvertido y generoso, sin la importancia personal que ostentaban otros redactores del viejo Excélsior que añoraban los privilegios que les dio aquel periodismo en concubinato con el poder político y económico. Para mí fue un hombre sencillo, honesto, atormentado por la imposibilidad del amor y comprometido hasta el exceso con su trabajo. Sólo el trago lo alejaba ocasionalmente de las mesas de redacción que fueron su cima y su calvario, su esclavitud y su trono, su reino y su cadalso.
Cosa rara en el medio, fue un hombre discreto, capaz —como todos— de vituperar al prójimo, sobre todo por su pobreza narrativa directamente proporcional a su presunción intelectual y literaria. En el nuevo periodismo, buena parte de los periodistas del viejo diarismo se sentían Hemingway, Norman Mailer o García Márquez, cuando en realidad su pluma estaba más cerca de Corín Tellado. Esta era la clase de agravio que profería Narváez al quinto ron con soda.
Una de las discusiones que se suscitaban en la cantina entre los jóvenes reporteros, era la del chayote, la dádiva que las oficinas de gobierno les daban a las chicas y chicos de la prensa, y que tenía ese nombre porque estaba llena de espinas. Los viejos periodistas lo consideraban un mal necesario por los miserables salarios que pagan los dueños de los diarios. Los cínicos, una obligación del estado. Los periodistas de izquierda, incluso revolucionaria, sentenciaban; tú toma el chayote, pero igual dales el palo.
Carlos Narváez comentaba, en voz baja, la honradez de un periodista se mide por su pobreza. Él murió pobre.