Teatro mexicano en tiempos de Trump
Crónica generacional de la #MNT2016
Sobre la Avenida Venustiano Carranza del centro de San Luis Potosí, a pocas cuadras uno del otro, se erigen dos antros llamados Greko, aparentemente uno de ellos tiene mayor alcurnia, sin embargo, no se encuentra evidencia para respaldar tal afirmación en su interior, acaso un accidente nominativo de la mercadotecnia, la fascinación por lo VIP como espejo de nuestra posmodernidad dilecta. En ambos lugares, amplios galerones con reflectores multicolores que aturden o enceguecen momentáneamente, pasarela-escenario donde un travesti juega a ser maestro de ceremonias minutos antes de que un musculoso moreno, disfrazado de vaquero se desnude ante la complacencia de los feligreses al escándalo, se llevará a cabo una felación en riguroso en vivo con una “voluntaria” del público (lo anterior quedará registrado en la amplia gama de teléfonos inteligentes que nos acompañan) y la música será una pulsión continua de ritmos tropicales que avanzan hasta el punchis punchis extático. El rozamiento se permite, lascivia incontestable y bienvenida que se prolongará en habitáculos.
Discotecas de “ambiente”, show travesti y cerveza barata, fueron los lugares preferidos por los becarios de la Muestra Nacional de Teatro y algunos abonados a la membrana nocturna para precipitar la “fiesta del teatro nacional” hasta las comisuras del amanecer. No debe olvidarse el bar Mayats, profusión de dialéctica alucinante, oda al travestismo rural y ranchero, lugar de cortejo entre la capacidad de asombro y el humor involuntario, que también fue visitado por un puñado de creadores escénicos; sin embargo, dado que las actividades nocturnas de la Muestra giraban en torno a céntricos hoteles y sobre todo al Ágora, bar en el que se podía cenar para cerrar la jornada, ocasionalmente cantar y saltar, los más osados bailaban copiosamente y los fumadores afortunadamente estaban confinados a un patio minúsculo. El Greko era el lugar más próximo cuando el Ágora cerraba, apenas pasada la primera hora del día nuevo. Para el visitante, el centro de San Luis Potosí puede ser al mismo tiempo la belleza patrimonio de la humanidad y el tedio. Ciudad donde la vida nocturna es dominio del underground, de tan subterráneo a veces inconseguible.
Justamente en esas noches ávidas de escondrijos, se consumó la victoria del próximo presidente de la nación más poderosa del mundo y quizá de la historia, Donald Trump. En esa madrugada aciaga, mientras los noticieros del mundo comenzaron a advertir que la catástrofe era inminente, el dramaturgo Alejandro Ricaño bebía su propio mezcal en el Ágora sin concebir el bullicio que nos rodeaba. “¿Cómo pueden festejar? ¿Acaso no se dan cuenta de nada?”. No; pocos colegas reflexionaban más allá de lo que ocurría con el maratón de puestas en escena cotidiano, se refugiaban en los discursos y poéticas de tal o cual creador para evitar mirar de frente el presente que nos acechaba. Salvo unos pocos, la indignación ante el nacimiento de la era Trump iba del desconocimiento al escarnio. Tiene sentido: es más fácil oponer argumentos sobre lo que se acaba de ver que ahondar en la catástrofe por venir, es más fácil pensar en lo inmediato que profundizar sobre geopolítica cuando se está, además, en la Muestra Nacional de Teatro. Todo ahí es virtud o vituperio escénico, las horas se consumen en debates y obras.
Durante más de una semana, varias posibilidades para ver “lo mejor del teatro nacional”, cuatro obras distintas al día pululando en espacios de San Luis y todas las mañanas sesudos intercambios de conceptos, discursos, cifras, pronunciamientos, clínicas teatrales, parateatrales, posteatrales, antiteatrales; todo el día dedicado a ver, pensar y acaso entender el complejo teatro mexicano desde la médula, pero también a convivir con sus creadores y funcionarios, a comer con ellos, escuchar su humor desgastado o perspicaz, sus quejas por el café insuficiente en el Centro de las Artes o las excesivas sobremesas en el desayuno. Diez días de escuchar(nos), levantar polémicas o acumular rencillas, soportar alusiones canallescas o saldar deudas. Es innegable que lo mejor de la Muestra Nacional de Teatro al interior del gremio sucede en los pasillos y las fiestas, en los encuentros ocasionales en el ascensor, en la antesala de los teatros.

Foto: @riselaheng
Para algunas obras los boletos volaban, para otras, sentías cómo te abordaban insistentemente los organizadores o los creadores de las propias puestas en escena, “no te olvides de ir, me gustaría verte ahí”. Algunos colegas, seducidos por la “oportunidad única” de ver tanto teatro sin costo, buscaban asistir a la mayor cantidad de propuestas en un día. Otros, menos ávidos de teatralidad ilimitada dosificamos el consumo, previa recomendación. Lo habitual en esas noches posteriores al trajín, era el enjambre de amigos (llamados también la comunidad del anillo) que volvían de tal o cual puesta en escena decepcionados, aturdidos, cansados, culpando a las chirriantes graderías o al frío de otoño del malestar y mientras apuraban un trago la pregunta recurrente en cada Muestra Nacional de Teatro: ¿Quién eligió esta obra y por qué?
La dirección artística escondida, también como en cada muestra, en una gavilla de disculpas, adjetivos, salvoconductos, “en el video se veía mejor”, “yo no quería esta obra, pero insistieron”, “fue un director importante hace años, queríamos verlo en este contexto”. Era más fácil encontrar a los miembros de la dirección artística en el comedor del hotel que en el Congreso Nacional de Teatro, el ERI o las clínicas. No hay órgano colegiado inmune y en muchos casos deberían rendir cuentas sobre sus preocupaciones estéticas, pero es imposible que con el amplio y desigual volumen del teatro nacional ésta o cualquier dirección artística sea enjuiciada con dureza. En mi experiencia, por lo menos una vez al día me tocó una puesta en escena sobresaliente. Mi personal recuento (que cada quien haga el suyo) incluye: Antígona, Dos almas en vilo, Los quijotes de Pozo Blanco, ADN diente de león, Lo que queda de nosotros, El puro lugar, Cachorro de León, Cosas pequeñas y extraordinarias y Sensacional de maricones como sucesos plenos de estimulación creativa, dentro o fuera de la ficción.
Sin embargo, en esa noche o madrugada – insisto – en la que el mundo vislumbraba que un posible dictador asomaba la cabeza desde la suma democrática, actores, dramaturgos, directores, productores, técnicos y escenógrafos, funcionarios y fotógrafos de la escena preferían evadir el tormento de lo real. Curiosa paradoja frente a una programación plagada de referencias periodísticas, testimoniales. La salsa o cumbia o lo que fuera, moviliza nuestros cuerpos mientras el mundo y el país se hunde afuera del Ágora, adentro la “comunidad teatral” maniobra sus mejores pasos, entona a José José o perrea con ánimo desbordado, “me lo paró (el taxi), me lo paró (el taxi)”… Los días con baja asistencia de becarios al Ágora y los antros posteriores fueron francamente tristes. Algo se hizo evidente en la Muestra Nacional de Teatro reciente, con la inyección de por lo menos dos jóvenes teatristas por cada estado, participantes a través de “becas de manutención”, el panorama se amplió; sin ellos la Muestra sería una actividad destinada – aún más – a la endogamia. Aunque muy irregulares en su conocimiento de la nación teatral, algunos avezados, otros principiantes, unos complacientes, otros fustigadores, ese grupúsculo de teatristas reflejan de modo alegórico la realidad heterogénea del teatro mexicano, la que está más allá de los sitios y ciudades hegemónicas. Metáfora generacional y desafío consustancial a las políticas públicas de la nación teatral.

Becarios #37MNT
El director y diseñador Caín Coronado, en una intervención dentro del Congreso Nacional de Teatro llamó a los becarios “acarreados de la Muestra Nacional, que vienen con vacaciones pagadas”. La primera afirmación es cierta, sin ellos el público en las actividades académicas y sobre todo en las correrías nocturnas habría sido la soledad absoluta, sin embargo, de vacaciones nada, los obligaban a reunirse en horarios infames y despertar temprano para trasladarse a actividades muchas veces soporíferas (que afortunadamente podían seguirse vía streaming desde el hotel, gran acierto de la organización), además de perpetrar absurdos reportes. Algunos becarios (me consta) aprovechaban las tediosas obras vespertinas para dormir una siesta y sobrevivir hasta la noche. El mejor veredicto sobre la calidad de una propuesta teatral era: “No pude ni dormir, la obra es buenísima, me atrapó por completo, a ver si en la siguiente lo logro”.
Se les veía estoicos, no todos y no todo el tiempo, pero sobrevivían al teatro y se dejaban llevar hasta el after. Algunas veces liderados por Laura Uribe, Alejandra Serrano, Daniela Casillas o Adrián Ladrón de Guevara, comenzaban a cantar y bailar en el Ágora y seguían noche adentro. De otras generaciones se cuenta que la Muestra Nacional era una orgía perene, fiestas apoteósicas con litros de bebida y donde los grandes maestros del teatro nacional cerraban cantinas a diario. Mi generación cierra antros, bebe mucho y se droga poco, está poblada de nerds, hipsters, hippies posmodernos y los debates suelen trasladarse de las charlas expertas a los puntos de reunión. La mayoría tienen especialización académica en el campo de las artes escénicas, aunque pobre visión crítica respecto al espectro social, leen poco y hablan mucho, evidente ausencia de referentes. A diferencia de otros años donde la Muestra sólo servía para “ver teatro”, en estos últimos dos existe una necesidad (a veces también necedad) reflexiva, seguramente impulsada por Alberto Villarreal, miembro de la dirección artística desde la emisión anterior.
En ese tiempo sin tiempo en el que un antro enciende las inquisidoras luces blanquecinas y los focos de colores detienen su danza, la música trepidante ya no ensordece y da lugar a melodías abyectas que obligan a salir. En esa neblina de tránsito, entre la fiesta inconmensurable que aún sacude mínimamente el cuerpo y los meseros levantando botellas y subiendo sillas a las mesas, nos encontramos, en esa cuerda floja del qué sigue, estamos aún con botella en mano, mi generación y la anterior y seguramente la posterior (X Generation y Millenials), la que heredó un teatro sin público, con infraestructura abandonada, escuelas ineficientes y múltiples canonjías; centralista hasta el absurdo, teatro sin prestigio en la vida cotidiana del país. Veo entonces a ese grupo de teatristas variopintos, ya sin la máscara umbría del antro, los veo a lo lejos, tomo distancia en el amplio corredor de una discoteca gay que en minutos será la bodega silenciosa del deseo no consumado y alcanzo a distinguir que estamos justamente en ese momento epifánico y revelador de cambio generacional. Nos tocará hacer teatro en la era Trump, el nuevo orden mundial nos cercena, pero también son los días de recortes cínicos a la cultura por parte de los diputados mexicanos, de violencia al por mayor, de desaparecidos e inacción judicial. Y ahí estamos, esperando salir del Greko cada vez más vacío, como en la pista de baile de un territorio como Occidente que está mudando de piel, que avanza hacia la barbarie y uno se pregunta entonces cómo hacer teatro y desde dónde y para quién y con quiénes.
David Gaitán, autor y director emblemático de esta generación teatral, después de los abrazos fraternales finiseculares y el “hay que vernos”, cuando el cierre de la Muestra es inminente y el Centro de las Artes de San Luis Potosí se vacía, los coches uber de tal y cual se precipitan en la entrada principal, propone caminar hasta el hotel, “está más o menos cerca”, dice. Llegaremos cansados, con las rodillas fastidiadas después de una larga caminata en plena madrugada, Daniela Arroio, Tanya Gómez, Gaitán y quien esto escribe, azorados ante la monumentalidad arquitectónica del centro potosino, haciendo un recuento de lo vívido; la actriz Diana Fidelia propone seguir a otro antro, pero ya es tarde y debemos abandonar San Luis Potosí temprano, volver a nuestras casas y repasar los sucesos con distancia. Nos queda el estatuto de lo real como motor fundamental en las obras examinadas, dispositivos, instalaciones donde el testimonio es proverbial, la necesidad de salir de la ficción para quizá volver a ella e indagar en las heridas del presente, nos queda la confusión y el desánimo para pensar juntos políticas públicas generacionales, para alcanzar posturas políticas, trascender la complacencia, pero también la certeza de que el teatro mexicano contemporáneo hoy más que nunca sucede en ciudades y estados donde hasta hace una década era sólo un esbozo. Nos queda ese sabor a mezcal potosino y la resaca inmanente; nos queda la intuición de estar asistiendo a un cambio sistemático de paradigmas, nos quedan las ganas de hacer teatro a pesar incluso de nosotros mismos y de los viejos, tan habituados al autoritarismo, educados en él, nos queda la sensación de estar perdidos en la vastedad del salvajismo cotidiano, pero también nos queda la palabra y el baile desaforado, desde ahí vendrá la acción, espero.

El Ágora de la #37MNT
28 noviembre, 2016 @ 7:17 pm
te puede gustar más o menos, caer mejor o peor, pero la neta hay que reconocer que el buen Olmos escribe chido… Me gusto la crónica.