El testimonio irrelevante
Martín López Brie
“Acaso ya hemos visto la mejor obra de la Muestra Nacional de Teatro de este año y nadie se haya dado cuenta. Se llama Mare nostrum”.
Cuando leí esta frase en el texto que publicó Juan Carlos Franco en esta misma página, pegué un respingo. ¿En serio? Me pregunté mientras revivía la irritación que había sentido mientras presenciaba aquella obra. Luego, leyendo el texto con atención me tranquilicé un poco. El análisis es atento y serio. No voy a repetir lo que dice porque está ahí disponible para su lectura, y la disección que hace de los elementos involucrados es impecable. No obstante, me tomo el tiempo de hacer un añadido que me parece importante, porque fue la principal causa de mi irritación.
Quisiera detenerme en el uso de los testimonios y dar un rodeo para esclarecer algunas cosas.
¿Cuál es la razón de llevar un testimonio y la presencia del afectado al escenario?
Cuando el director Belga Jacques Delcuvellerie y su compañía Groupov llevan a escena el testimonio de la enfermera tutsi Yolande Mukagasana sobre la masacre ocurrida en Rwanda, presentada en la obra Rwanda 94 (1999) la intención es visibilizar y sobre todo hacer una reparación simbólica ante una atrocidad que no es posible convertir en ficción sin trivializarla, y cuyo simple testimonio en un medio convencional y masivo contribuye a la espectacularización del sufrimiento. El acto escénico testimonial es la primera parte de una obra que dura casi seis horas, que incluye una conferencia y una exposición fotográfica además de escenas de ficción más convencionales. Durante el testimonio no hay nada más en escena que una silla y la testigo, una luz y su presencia, su voz sin efectos, sus afectos sin filtros. Todo es irrelevante excepto su palabra. Y su palabra toma el escenario durante 40 minutos. La reparación simbólica ocurre porque nos sometemos al testimonio sin decorados, durante el tiempo que la testigo necesita. Su cuerpo está ahí, su presencia es inapelable.
Cuando Lola Arias, directora argentina, pone en escena los testimonios de actores cuyos padres vivieron acontecimientos destacables durante la dictadura militar, en su obra Mi vida después (2010), la intención es hacer una relectura generacional del impacto de esos acontecimientos en personas concretas. La directora trabaja con mucho cuidado, busca el humor a partir de los mismos actores, reescribe los testimonios para darles potencia, genera dispositivos para entregarlos al público desprovistos de melodramas y autocompasiones, Y lo más importante: consigue que esos testimonios modifiquen las vidas de personas reales en el mundo real, como el caso del hermano de una de las actrices, en juicio contra su padre-secuestrador quien pudo usar el testimonio que se da en la escena como parte de los alegatos del caso y cuyo resultado modificó luego el testimonio dado en el escenario.
Sin necesidad de ir muy lejos, presentada en esta misma muestra nacional, cuando Conchi León trabaja en Cachorro de León (2015), sobre su padre alcohólico y violento, busca la reconciliación desde el humor y la ironía. Su testimonio es detonador de juegos escénicos y poéticos que agitan al espectador desde diferentes ángulos volviéndolo cómplice y testigo. La reconciliación sucede en el acto de la actriz y deja abierta la invitación al público cargado de historias personales similares.
En todos estos casos, hay un uso poético y político del testimonio. Sin embargo, luego de haber presenciado muchas obras con testimonios fallidos, me resulta necesario plantearme una tipología del uso testimonial para entender algunas diferencias; pongámoslo así (tentativamente):
El uso poético. Cuando el testimonio construye, a partir de su valor de documento, una metáfora o cruce simbólico con otros elementos.
El uso político. Cuando el testimonio tiene relevancia e incidencia directa en las relaciones de poder del mundo más allá del escenario donde se pronuncia.
El uso patético. Cuando el testimonio busca “conmover” al espectador y cae de manera involuntaria (o no tan involuntaria) en el melodrama lastimero.
El uso estético (o esteticoide; no confundir con el uso poético). Cuando el testimonio es usado como una herramienta estética para la composición escénica y así lograr algún efecto artístico.
En la obra Mare Nostrum (2016) de Laura Uribe, el uso del testimonio puede ubicarse en esta última categoría, con una consecuencia ética lamentable: al usarlo como herramienta, y colocarlo en medio de un dispositivo plástico-visual monumental, operando a manera de contrafuerte del discurso, el contenido se trivializa, se vuelve irrelevante, y la (legítima) necesidad expresiva de las actrices es saboteada por el espectáculo del que son parte. Entonces el testimonio deriva en una pornografía del sufrimiento ajeno, cuya finalidad pareciera complacer el narcisismo de alguien que quiere presentarse “a la vanguardia”. No sé si ese alguien es la misma directora, o la dirección de teatro UNAM como institución productora, o un sistema de consagraciones que empieza a validar estéticas posdramáticas sin atender a la pertinencia y las implicaciones éticas (más allá de la corrección política) de lo que se presenta.
En cualquier caso, habrá que estar alertas y no dejarlo pasar, pues en estos casos, buscando denunciar asuntos urgentes, acabamos logrando el efecto contrario: convertir en banalidad los dolores y despojos. El testimonio se vuelve irrelevante sin importar el hecho del que da cuenta.
Por eso respingué con la primera frase de la nota referida al principio. No es la mejor obra de la muestra, es la peor (y acaso nadie se haya dado cuenta).