Teatro abyecto
Aunque fuera de la MNT por decisión propia, El Rinoceronte Enamorado tiene en cartelera el Lear de Rodrigo García, dirigida por Edén Coronado, cuya característica como hombre de teatro, es el riesgo.
El autor y director de teatro, Rodrigo García, argentino radicado en España, apenas si ha sido montado en México y de memoria no recuerdo haber visto alguna de sus producciones en nuestros escenarios. En 1992 yo vi en Madrid su, Prometeo, y quedé desconcertado con su proclama del, “teatro abyecto”. Luego se volvió una celebridad y fue hasta el 2004 cuando volvía ver algo suyo: Agamenón y Prefiero que me quite el sueño Goya a cualquier hijo de puta, una instalación de su grupo, Carnicería Teatro.
El nombre de su colectivo es autobiográfico porque García ha hecho alarde de ser hijo de un carnicero y una verdulera y de haberse criado en un barrio bravo de Buenos Aires. El cine, el teatro y la lectura lo salvaron de la delincuencia en la que cayeron sus amigos de juventud, porque él llevó esa violencia interior al foro madrileño del Teatro Pradillo, donde montó obras de su mentor argentino, Eduardo Pavlovsky, de Heiner Müller y otros iconoclastas, en una ambiente bastante conservador como era el del teatro español de los años 90.
Lear es también del 2004, así que ya está ahí su larga experiencia interdisciplinaria con la música, la danza, la pintura, el performance, la instalación, las artes visuales, y su influencia de Beckett, Bernhard, Buñuel, Bruce Nauman, David Lynch, entre otros artistas modernos y contemporáneos. A esas alturas, la “deconstrucción cultural” es el sello de la casa de manera que no debe extrañarnos que su Lear sea tan ajeno al original en la trama, el lenguaje y la estructura, pero no en la locura, la violencia y la desmesura.
Edén Coronado tuvo la fortuna y el desafío de hacer su montaje en el extraordinario espacio que tiene el Rino en la antigua calle de putas del viejo San Luis (Carlos Tovar 315), espacio ideal para desplazar la acción a diferentes escenarios y para conjugar la intimidad de una reunión familiar con la instalación de un frontón-cine en cuya pantalla el viejo sucio dueños del poder es lapidado con piedras de esponja.
El problema es que una pieza tan inconexa, tan fragmentada, tan críptica y tan vulgar a la vez, resulta más desconectada cuando hay que moverse de lugar con todo y silla para cada episodio, porque a veces la resonancia del espacio vacío impide entender el texto, o en virtud de que al dividir la acción entre la imagen y la palabra, gana la imagen por los mismos problemas auditivos. Una obra tan densa resulta nebulosa cuando la acción se torna incomprensible. La prueba está en el principio y el final del drama performático: Cuando los espectadores participan en el convivio en el que Lear, Cordelia, Regan, Goneril y el bufón inician la acción, y al final, cuando todos los personajes están en fila, a un metro de los espectadores, la brutal incoherencia del texto cobra sentido y apreciamos, entre otras cosas, la poderosa actuación de Diana Fidelia y las posibilidades dramáticas de Fernanda Terán.
Al plantarle cara al espectador, al dejar en claro que la violencia de este Lear está en las hijas infames que despotrican tragicómicamente sobre el daño que quieren causarse, entendemos la “deconstrucción” de la tragedia clásica al pedestre nivel de la publicidad televisiva y vemos al Rey como un simio en calcetines. Esta es la compresión que se nos niega cuando la instalación domina al drama, o cuando Lear cocina para su perro (la de cocinar en escena es una de las acciones recurrentes de R.G), tan lejos de la improvisada butaquería que la acción resulta prescindible, salvo las torneadas extremidades inferiores de Cordelia.
En un capítulo de sus memorias Buñuel escribe que no hay nada más viejo que la vanguardia, y lo dice uno de los cineastas que sorprendió al mundo con el primer filme surrealista de la historia. Tantos años viendo teatro es otro inconveniente porque ya uno ha pasado de vanguardia en vanguardia hasta llegar a la conclusión que todo está permitido en el teatro, menos la aburrición. Que no es el caso porque un teatro de repertorio como El Rinoceronte Enamorado, y un director joven como Edén deben explorar temas, formatos, propuestas, y tomar riesgos, que es lo ha hecho Edén desde sus comienzos, apostar por lo que no se ha hecho, por lo que no se ha visto en su terruño.
Por el programa de mano deduzco la intención política de su intento: el viejo puerco, asesino, miserable es Díaz Ordaz y sus sucesores, intuyo, sean a o no sean del PRI. De acuerdo. Pero como espectador requiero de la clave para verlo así, de la rendija donde comparta esa visión. En la obra de un “descontructor de textos” como Rodrigo García, lo menos que se puede hacer es intervenir su texto para meter el mío, quiero decir, el suyo, donde ponga eso en claro, no en obscuro.
Por cierto, yo quería ver este Lear porque siendo fan de Manuel Domínguez, su foto en la portada me presagiaba algo fuera de lo común, algo prodigioso. Estando bien, Manuel, es decir, Lear, no es el personaje central de esta tragicomedia-instalación-performance (no me reclames a mí, ni a Edén, reclámale al autor, o reclámate a ti por no haber leído la obra adecuadamente), pero tuve una compensación; descubrí una parte de Diana Fidelia que no conocía. Gracias, Edén.