Fanatismo religioso y orgasmo
El asombro
El asombro es la impresión que nos causa algo que está fuera de lo común, de lo ordinario, y asombro es lo que me provocó entrar a la majestuosa Catedral de San Luis Potosí, no sólo por su fachada barroca, sus tres naves centrales y ocho bóvedas, sino porque al mediodía y sin misa o ceremonia religiosa de por medio, la iglesia estaba llena de gente rezando, cantando y haciendo cola en el confesionario. En su mayoría eran mujeres mayores pero no faltaban hombres de edad sacados de un cuento de Juan Rulfo.
Hace tiempo que no presenciaba la devoción religiosa como una forma de estar en el mundo, mejor dicho: sobre el mundo. La última vez fue en la gran Mezquita de Sarajevo pero la forma de orar musulmana me llevó a otro tipo de contemplación, sin duda por la distancia que me separaba de aquel país, aquella cultura y aquella adoración. Pero entré a la Catedral de San Luis como he entrado a la Catedral de Puebla, de Morelia, de Querétaro, de Guadalajara, pensando en que visitaba un edificio histórico levantado por la fe sus mecenas y constructores. El asombro de ver el templo a la luz de la transfiguración de sus fieles me dio un pavor inmenso porque en esa metamorfosis está la clave del fanatismo.
Para tomar un respiro salí por la puerta que da a la calle de José Manuel José Othón, sólo para aumentar mi desconsuelo porque a una cuadra de la casa del poeta y en plena acera había una congregación de fieles rezando el rosario en altavoz y condenado, entre cada misterio, a las mujeres que abortan, con admoniciones propias de la edad media. Recordé entonces que en su segundo manifiesto publicado en este sitio, El Rinoceronte Enamorado comenta que en San Luis convive el fanatismo religioso con el anarquismo. Leerlo es una cosa, verlo y sentirlo es asombroso.
Martín Zapata
Me faltaba ver, Soneto para dos almas en vilo, para decir que soy espectador de sus obras completas. La había leído y le había comentado que era una manera muy intrincada de perseguir el amor de las mujeres: en el más allá, pero veo que ese también es su territorio. Soneto…, pertenece aún a su etapa minimalista: escenario limpio con el atrezo apenas necesario para la acción, dos actores, luz blanca y un reproductor de sonido. El resto es teatro.
No es fácil contar una historia espiritista a cuerpo limpio, sin más recursos que la imaginación de los intérpretes y su capacidad de trasformación. La obra se estrenó en el 2013 si no mal recuerdo y supongo que Manuel Domínguez y Diana Sedano no tuvieron mucho tiempo para ensayar esta reposición porque me consta que su agenda está saturada. Aun así lograron meter al auditorio en esta historia de fantasmas en la que una pareja de actores ensaya en tiempo actual una obra en la ciudad de Guanajuato y es poseída por el espíritu de dos amantes del siglo XIX. El conjuro para lograrlo es un soneto de Quevedo.
Sólo Martín Zapata es capaz de escribir semejante fábula y hacerla verosímil en el escenario, verosímil y disfrutable porque finalmente es una, perdón, dos historias de amor que le permiten incluso hablar del feminismo antes de que existiera. La clave está en que crea cuatro personajes de carne y hueso en dos cuerpos narrativos que logran la atmósfera requerida a puro verbo. A pesar de que el ojo entrenado advertía las pocas horas de ensayo, el encanto y la capacidad interpretativa de Diana capturaron al público e hicieron muy grato su cambio de personajes. Como Manuel es animal escénico sacó adelante su primer personaje y se atoró con el segundo, pero conociendo su vuelo dramático, ayer no alcanzó la altura acostumbrada.
Mientras veía la escena del coito que Diana hace literalmente a calzón bajado, me pregunté qué pasaría si las mujeres macilentas arrobadas por la gracia divina que había visto en la mañana en la Catedral, presenciaran esta escena. ¿Tendríamos un infarto colectivo, o una eyaculación multitudinaria?