Otro país, otra muestra
Quien ha sobrevivido a los 37 años de la Muestra Nacional de Teatro tiene la tentación de preguntar si el teatro ha cambiado tan brutalmente como el país en el que ocurre. Si fuera por las formas oficiales diría que no. El señor gobernador sigue siendo el centro de toda celebración pública y se sigue equivocando en las breves palabras que debe pronunciar sobre cultura. Si fuera por los premiados con la Medalla Xavier Villaurrutia diría que sí porque hace 37 años el teatro regional era un acto folclórico y la pedagogía y la crítica entraban por la puerta de servicio a la sala de espectáculos.
Sergio Galindo es un digno descendiente de Oscar Liera y un notable ascendiente de Ángel Norzagaray en la tarea de hacer universal el imaginario de esa zona mágica que se extiende entre Sinaloa y Sonora. Por más de 40 años éste actor, director y autor dramático ha hecho de las tablas su mundo real y desde hace 20 años ha levantado ahí un santuario a la palabra de los pueblos serranos, porque como dijo en su amoroso discurso en el Teatro de la Paz, la gente habla como piensa y el pensamiento de su gente es de tal plasticidad y tal cadencia que solicita el verso, y verseando nos ha contado este hombre de teatro los despojos que han sufrido las comunidades de su estado. Les han quitado todo, menos la palara, dijo Sergio, y como el tesoro del lenguaje nos hace humanos, lo que ha preservado Sergio Galindo es la humanidad de sus paisanos. Dígame usted si no merece la medalla.
Si a Sergio lo conocí cuando debutó en el teatro con el Ritual de estío de su amigo y maestro José Ramón Enríquez, a Bruno Bert, el otro medallista, lo comencé a tratar cuando llegó a México en los años 70 con un teatro de calle que traía a nuestro territorio las novedades formales y temáticas del teatro europeo. Sin dejar la escena callejera y de sala, Bruno comenzó a incursionar en la crítica de teatro con una claridad expresiva y un conocimiento de causa que lo hicieron dirigente de una de las asociaciones históricas de la crítica de teatro en México, con la idea de mejorar el nivel cognoscitivo de sus agremiados, pero sólo un dios podría haber logrado tal hazaña. Como maestro y promotor de teatro Bruno Bert ha dejado una impronta en nuestro medio. Como crítico está entre las plumas más lúcidas y enteradas de este oficio de villanos. Como persona es un deleite compartir con él los festivales y sus sobremesas, porque aún ahí, en el cotilleo, sabe guardar la ecuanimidad y el buen gusto. Otra medalla merecida.
Volviendo a la pregunta
Hace 37 años era imposible abrir una MNT con una lectura escénica sobre la Antígona, de Sófocles, como la de David Gaitán, en la que se abre el telón preguntándole al público sobre el sentido de la justicia. Repasando la Historia de México tal pregunta siempre ha sido pertinente, pero nunca como ahora cuando la justicia sigue siendo ciega pero ha caído la venda que cubría la visión del público.
Como yo sí he leído a Sófocles y he visto múltiples versiones de Antígona, a cada paso de la versión gaiteana me preguntaba si tenía sentido intervenir la tragedia griega cambiando todos sus valores para ganar la atención de la gente que no ha leído a Sófocles ni ha visto una representación de su obra. De seguro los jóvenes formados en Internet no aguantarían ni 15 minutos de la tragedia original, pero esta deducción fue la que llevó a los “expertos” de la SEP a suprimir de las escuelas de educación medias las clases de filosofía. Lo que hace Gaitán es distinto: Enseña tragedia griega en forma cómica.
Porque se trata de una lección, juguetona pero aleccionadora en donde el exponente combina la erudición del maestro con la ironía y el chiste coloquiales y con un maniqueísmo a la inversa porque no presenta a Creonte como un tirano insensible sino como un gobernante sensato capaz de jugar la partida de la democracia. Hasta antes del final de la obra el villano es el personaje más inteligente y simpático del reparto. Jugando al abogado del diablo el autor y director del espectáculo le da la palabra al enemigo porque él tiene, como Creonte, el último acto simbólico: la liberación de los jóvenes si no de la realidad que nos agobia, al menos de sus butacas.
Luego de leer las elogiosas críticas que recibió esta producción de la UNAM en la Ciudad de México y de ver a mis colegas de fila aplaudiendo con fervor el gran truco de Gaitán de finalizar su lección cómica como teatro épico, me preguntaba si el crítico o reseñista posdramático debe renunciar a toda jerarquía intelectual, a toda herencia cultural para celebrar como un Millenial el ficticio triunfo de la justicia. Por supuesto que es de festejar un teatro joven que llama la atención de los jóvenes, sin importar que la escenografía, el vestuario, la iluminación, la música sean tan escolares. Entiendo que de eso se trata. Que el público joven vea que otros jóvenes tienen el vigor y el entrenamiento indispensable para llenar el escenario para que salgan del teatro con ganas de regresar, sobre todo después de haber pisado las tablas como un cuerpo en vilo. Lo entiendo y lo celebro. Pero porque a costa del buen Sófocles.