Santa María la Ribera
La casa de Sabino 160, en la colonia Santa María la Ribera, fue uno de los refugios de mi juventud. La historia de cómo mi tía Berta Álvarez Icaza se hizo de la propiedad merece una historia aparte. A los 15 años, en las calles de Chopo de la misma colonia, adquirí un vicio terapéutico, con perdón del oxímoron, que aun practico: los baños de vapor. En otra de sus calles tuve una novia sui generis porque como era virgen y así quería llegar al matrimonio, permitió que su tía calmara mis urgencias sexuales, aunque lo raro del asunto estuvo en que la tía le dijo que espiara nuestros agasajos para que aprendiera el arte de copular sin meter las manos, por así decirlo. Por varios años caminé casi todas sus calles de noche y de día, y digo casi todas porque los jóvenes de bien evitábamos la avenida Nonoalco que era el territorio de los malandros de entonces, una blanca palomilla de desarrapados si los comparamos con las pandillas actuales. Naturalmente el quiosco morisco de la Alameda fue el punto de encuentro con los amigos y el paraguas que cobijó los fajes ocasionales, las primeras fumadas de tabaco y los primeros tragos clandestinos de Bacardí Blanco. En ese tiempo vi todas las películas que pasaron en el cine Magestic porque mi madre era la encargada de vigilar la taquilla por parte de la Columbia Pictures, la distribuidora gringa de todo el cine que se exhibía en México. Ya en otra época, en la avenida San Cosme, los golpeadores del grupo ultra cristiano, Pro Vida, me secuestró por unos artículos que escribí en La Jornada sobre mis tiempos de seminarista. Años más tarde, gracias al romance que tenía con una alumna de Ludwik Margules, en el Foro de la Ribera, frecuenté todas las cantinas del barrio. Finalmente, cuando dejé de vivir en la ciudad de México, el Hotel Gilbert fue mi domicilio por una década, hasta que el olor a puta se hizo insoportable.
Cuando entré a los Encuentros Secretos de la Compañía Opcional de Guadalajara, pensé que vería la instalación escénica que hicieron sobre Guanatos, de manera que con los antecedentes relatados sobre Santa María la Rivera, imaginaran el gusto que me dio saber que el motivo de la visita era una de las colonia de mis amores, porque la otra es la Escandón. Con esa emoción leí de volada los datos del cuadernillo y comencé a recorrer las supuestas calles de la colonia, leyendo buena parte de los mensajes que escribieron los corresponsales de la investigación. Con las coordenadas de San Cosme e Insurgentes pude ubicar el resto del trazado urbano y busqué ahí las vivencias pasadas pero sólo había cubitos de plástico y figuritas de papel. Sin desaliento, puse atención al relato que acompañaba las acciones de Aristeo y otro camarada, sólo para percatarme que, o me concentraba en lo que decía la voz en off o seguía la faena de los instaladores, porque ambas estaban desasociadas, ya que la voz contaba la historia de su hermana y los albañiles del acto simbólico cargaban plantas y las regaban. No entendí por qué las personas que hacían eso no eran las que contaban la historia, y la loca de la casa que es la mente, dedujo por su cuenta que acaso tenían terror de que los confundieran con actores.
Aquí debo confesar que desde tiempo atrás tengo gran bronca con el arte conceptual porque, salvo las excepciones a la Duchamp, en lo que he visto, que no es poco, el resultado siempre está por debajo de su discurso, de manera que para mí es pura retórica. Cuando los anfitriones de esta pieza escénica sacaron los gorros de payaso y los globos para conceptualizar el jolgorio de la colonia, sentí pena ajena y obligué a la loca de la mente a ver lo positivo del caso que, a mi juicio, consiste en la investigación de campo y en la relación que tienen con las personas del mundo real, no con esas raras criaturas de la ficción teatral. Para mi alivio, en la parte final, donde participa el público, el anecdotario animó la situación y a pesar de que había muy pocas personas de la ciudad de Querétaro, el convivio fue grato y la visita terminó positivamente. Entonces la loca y yo consideramos al unísono que todos tenemos derecho a la utopía y que cada quien puede buscarla como mejor le plazca. Y ya en la calle coincidimos en algo más: Cómo juzgar mal a ese angelito andante del Aristeo, sobre todo cuando él es de los que no niegan al teatro para buscar la forma de expandirlo.