Lo que queda de Ricaño
Sin duda, Alejandro Ricaño Rodríguez, oriundo de Xalapa de Enríquez, del vecino estado de Veracruz, es uno de los más sobresalientes dramaturgos del siglo XXI mexicano. Con apenas la edad de Cristo, el autor de Más pequeño que el Guggenheim subió muy rápido el sendero del calvario que implica ser un autor de teatro en la devastada tierra del Anáhuac Y ya en el Gólgota, la única crucifixión que sufrió, fue la del éxito.
Yo lo conocí cuando lavaba platos en un comedero de Xalapa y su imagen correspondía al oficio que desempeñaba mientras estudiaba la licenciatura en teatro de la Universidad Veracruzana. Un pants raído, una camiseta cuyo color original estaba cubierto por la mugre y unas sandalias de playa. Mi Virgilio en aquella incursión para conocerlo era Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, sus comentarios sobre la imagen de Ricaño tuvieron el sello de la casa, es decir; fueron devastadores. Sin embargo, desde el primer vistazo me cayó bien aquel chamaco de carita melancólica, barba cerrada y la flacura propia de la profesión que escogió para ser alguien en el mundo: la literatura dramática.
Mi siguiente memoria de él es como autor de Un torso, mierda y el secreto del carnicero. Eran los primeros años de la Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia, no recuerdo si primero vi la lectura dramatizada de su pieza o si antes leí el texto. El caso es que me llamó la atención que un joven de 23 años se fuera al París del siglo XIX, no sólo para asistir al estreno de Ubu Rey de Jarry, sino para contarnos por qué la obra que abrió las puertas del dadaísmo, el surrealismo y otros puñetazos a la realidad comienza con la palabra: ¡mierda!
En la ciudad de Querétaro, donde ya comenzaba a formarse la crema y la nata de la dramaturgia del siglo XXI bajo la batuta de LEGOM y el agudo silencio de Edgar Chías, los novísimos dramaturgos se esforzaban por ser actuales…, imitando a LEGOM y a Chías, mientras el ahora paladín de la dramática andaba en otro siglo sufriendo las miserias de los escritores y diletantes de aquellos gloriosos años del París de la vida bohemia. Releyendo la obra, veo que Ricaño se disfrazó de Marcel, un joven escritor que sufre por hallar su camino en el teatro y arrastra en su desesperación con el amor de una puta. Lo admirable de su primera pieza es que Ricaño ya domina el andamiaje de la construcción dramática, que dialoga admirablemente y mete su historia ficticia en la historia real como un pene en una jugosa vagina: sin forzar nada.
En el prólogo a la V edición las obras ganadoras del Premio de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo, donde se publicó la ópera prima de Ricaño, LEGOM reconoce que algunas de las escenas le aseguran un lugar en el Olimpo del teatro, pero enseguida lo regaña por hacer un teatro viejo y buscar paradigmas decimonónicos. Claro, mi hermano Luis Enrique no soportó que en lugar de imitarlo a él, el joven lavaplatos fuera en busca del autor que se adelantó un siglo en pedorrearse en todo lo bueno y sagrado de la clase dominante, de la burguesía, del poder establecido: Alfred Jarry, el primer patafísico del planeta tierra.
A pesar de la crítica de que su teatro era conservador porque contaba con verbo, sujeto y complemento dramático, Ricaño no huyó al presente inmediato en el que escribían sus contemporáneos; tan sólo dio un salto de finales del siglo XIX a los primeros años del siglo XX para escribir la —para mí y otros atentos lectores de su obra— su mejor drama: Riñón de cerdo para el desconsuelo. Por el título podía suponerse que continuaría por el sendero de los cuerpos destazados, las cabezas cortadas y las vísceras derramadas de su primera pieza. Nada de eso. El aún desconocido dramaturgo xalapeño se aventó un estupendo, intrincado thriller para asesinar a Samuel Beckett, aunque en el fondo de esa trama lo que se expone es la angustia del autor sin obra. Como en su primera pieza, el personaje masculino es un dramaturgo frustrado que se atreve a todo, menos a escribir lo que anhela. Mejor lo hace. Con la complicidad de Marie, el joven Gustave persigue a Beckett por las calles de París y urde entrar a su departamento para apuñalarlo, aunque sólo logra ver el borrador de Esperando a Godot, y enloquece. Quién no. ¿Se imaginan lo que sería para un joven autor ver esa fábula antes de ser publicada, antes de ser montada, antes de que cambiara el sentido del teatro moderno?
De nueva cuenta, pero ahora con maestría, Ricaño funde la ficción con la realidad, la historia real con la historia imaginada. El teatro de la vida se convierte en la vida del teatro, o viceversa. Creo que aquí nació Alejandro Ricaño para el teatro. En el atrevimiento de reescribir la obra que marca un antes y un después en el teatro del siglo XX. Sólo en el arrojo pudo Ricaño hallar la inspiración necesaria para tal hazaña. Sólo con la detenida lectura de Godot y el puntual seguimiento de la vida de Samuel Beckett se puede, “intervenir”, ese particular momento de la historia cultural de nuestro tiempo para crear una ficción que no desmerezca ante los hechos. Esa forma de chingarse la obra ajena, que los conceptualistas llaman “intervención”, no era moneda corriente entre la gente de teatro, así que no supimos qué decir con ese juego del tiempo, el espacio y la historia, con esa compaginación de la obra y la vida de uno de los genios del teatro mundial con el apachurrado corazón de un joven lavaplatos que soñaba despierto con matar a Samuel Beckett para abrir el telón de su propia obra dramática.
Paradójicamente, en ese texto ya no está la influencia patafísica de Jarry sino el psicopático influjo de LEGOM, tanto en los giros de lenguaje como en el brutal tratamiento de los personajes femeninos. En Riñón… Ricaño decanta sus diálogos y deja entrever lo que será su nueva Jerusalén: la narraturgia. No le fue mal en los dos montajes que tuvo en ese entonces, pero ninguno le hizo justicia a los alcances de la obra, a sus advenimientos. A su feliz matrimonio entre la historia real y la historia inventada. Por eso Marcel, el frustrado dramaturgo de Un torso…y Gustave, el frustrado asesino de Beckett, mandaron al carajo el afán histórico de Ricaño, su dedicación clásica, su rigor epistemológico para escribir, entre chela y churro, el éxito mayor del teatro joven del siglo XXI: Más pequeño que el Guggenheim.
Cuando la indagación histórica, el riesgo dramático y la audacia intelectual no venden, hay que regresar a la realidad, y me consta que en aquel momento la realidad de Ricaño era un puñado de guevones dedicados al teatro, o de teatreros dedicados a la güeva, y todo lo que tuvo que hacer el ambicioso autor de sus dos obras anteriores fue pasar en limpio la sucia cotidianidad de aquellas horas sin huella; ese lapso entre la nada y la verga que ciertamente es uno de los estados dominantes de nuestro ámbito artístico, sobre todo en esa edad en la que ya no se puede vivir en la casa familiar y cuando las novias, amantes o concubinas que pagan la renta, la luz, el gas, el súper y nos dan para los camiones, ya sacaron en claro que jamás recuperaran su inversión. Entonces, hay que hacer algo urgente, determinante, humillante; en resumen: ¡Hay que trabajar!
Para fortuna de los ahora famosos integrantes de ese grupo, su humillación fue fantástica porque desde el primer momento en que la obra abrió telón en el teatro del Museo de la Ciudad de Querétaro —licencia poética del narrador porque tal teatro no tiene telón alguno—, los cómicos ahí reunidos estallaron en júbilo, en simpatía, en sintonía, en empatía, en identificación con aquellos huevones que nos ponían un espejo para reírnos de nosotros mismos, con la alegría que da ver cómo el fracaso de nuestras vidas se torna en triunfo, en reconocimiento del tiempo invertido en ver el techo con el miembro tieso entre las manos. Por eso, los primeros sorprendidos por el éxito fueron ellos. Ahora los ves muy orondos, seguros de su lugar en el escenario. Yo los prefiero en la duda, en el asombro de que las ocurrencias de su inutilidad resultaran tan útiles para el público, esto es, para la taquilla. Hay algo en esta declaración de impotencia que sublima todo lo demás porque refleja el ánimo nacional de los jodidos de esta tierra, porque igual que en las viejas películas del cine mexicano, hay una oportunidad para los hombres de a pie, para los desposeídos, para los juglares del circo que llamamos vida.
El éxito siempre pasa factura. En el caso de Ricaño esa cuenta se llama Timboctou e Idiotas contemplando la nieve. De la primera sólo recuerdo que fue el primer montaje de Ricaño con un presupuesto decente, y por lo tanto, el minimalismo de Más pequeño que Guggenheim se fue al caño. Le pasó lo que le sucede al muerto de hambre cuando tiene enfrente un banquete: se indigesta. Con Idiotas…sucedió algo, digamos chistoso. Era una producción de la Compañía Titular de Teatro de la Universidad Veracruzana, la formación decana del teatro mexicano. La vi en la Muestra Nacional de Teatro de Guadalajara (2010), con teatro a reventar porque el Ricaño ya comenzaba su carrera de Rock Star. La gente sin adjetivos salió feliz porque se había reído toda la obra, y esa risa fácil fue lo que a mí me fue sublevando porque el dramaturgo que yo admiraba se confundía en este astracán con un libretista de la barra cómica de la televisión privada. Los viejos actores de la Veracruzana, por cierto, estaban felices. Por fin les tocaba una comedia para aplicar todos los trucos del comediante, esos que rinden al público porque son los que están esperando.
Salí tan molesto de la función que escribí de inmediato una diatriba en contra de mi querido Ricaño, que salió al día siguiente en el periodiquito que imprimían cada madrugada Alejandra Serrano y Paty Estrada para Teatromexicano, en un alarde de disciplina y pasión por su oficio. Con saña, utilicé el título de la obra para darle al dramaturgo el mismo apelativo. Una nota tan breve provocó un enojo enorme entre los jóvenes autores. Enrique Olmos de Ita me gritó en un mensaje de texto que no tenía ningún derecho de llamar idiota al autor más aplaudido de su generación. ¡Tú no eres Harold Bloom!, sentenció furioso. El único que lo tomó con calma fue el autor. Ricaño me escribió un mensaje diciendo: No te preocupes, Fernando, mi papá piensa lo mismo. ¿Cómo no amar a este chamaco?
El encuentro
Fractales y El amor de las luciérnagas son el reencuentro de Ricaño con su infancia y su tiempo, porque si bien ambas obras cuentan la infancia y la juventud de otros personajes, no hay manera de escapar de uno mismo cuando se tratan esos temas. Fractales está dedicada a la actriz y dramaturga Ana Lucía Ramírez porque ella fue el conejillo de indias de Ricaño al verter su vida en las 103 páginas que tiene el original de esta pieza en la que el también director del montaje entra de lleno a la narración escénica que inauguraron los griegos y trajo de vuelta a nuestro teatro el hijo putativo de Esquilo cuyo acrónimo es LEGOM, sin olvidar, claro está, al rapsoda que este año ganó el Premio Juan Ruiz de Alarcón y sus 500 mil del águila: Edgar Chías.
En ambas obras Ricaño sigue el procedimiento que utilizó Gustav Flaubert para escribir Madame Bovary, al convertirse en las mujeres de su narrativa. En Fractales, Ana es una actriz obsesionada por hacer algún papel en una película de Iñarritu y cruza el Atlántico para intentarlo. En El amor de las luciérnagas, María es Ricaño en estado de crisis, tan aguda que la chava se larga a Noruega, literalmente a la Bergen, como se llama el fiordo al que llegó huyendo de sí misma. De inmediato estas obras se treparon al Hit Parade del teatro que se monta con fondos públicos, porque traslucen, con el lirismo de nuestros días la vida que bulle en el interior de las mujeres que han seguido el camino del arte y están entrando a su primera madurez. Así que no son cualquier mujer, son actrices, escritoras, bailarinas, músicos. De ahí que el teatro en particular y la cultura el general sean las referencias que nutren el anecdotario de sus peripecias. Como en el Guggenheim, el teatro es el telón de fondo del mundo global en el que Ricaño mueve a sus heroínas. Como hicieron los chicos de Crack en la novela mexicana, Ricaño sitúa sus historias en el mundo exterior, ése que nos enseña lo mucho que amamos el terruño por más jodido que se encuentre. Travestido en mujer, Ricaño nos muestra hasta qué grado llega el cinismo de los hombres y la estupidez amorosa de las mujeres. Jesús, el killer de Ana es un guevón sin remedio, capaz de chatear en las nalgas desnudas y penetradas de su novia con otras chavas. En una escena tomada de la realidad, Rómulo, la pareja de María, ve que su novio aún trae el condón de su cita anterior cuando ella le pide que se la enchufe. El colmo anecdótico, ante el reclamo de María, es la respuesta del baquetón: “Es que ya venía preparado”.
Ignoro si las y los jóvenes que comenzaron a convertir la entrada de los teatros de Guadalajara, Monterrey y otras capitales regionales en las colas y el bullicio de los fans que se dan en el mundo del espectáculo más que en el de la cultura, lo hacían porque se identificaban con las historias del dramaturgo o si sólo estaban ahí jalados por el éxito de sus obras. Como sea, Ricaño ya no tuvo que preocuparse por ligar jale para el fin de semana sino más bien por poner a prueba su condición física. El éxito había llegado por la noble vía del teatro y lo envolvía con la dulce noción de haber logrado una forma particular de narrar historias, con las influencias que usted quiera, como todo artista en formación, pero ya con sello propio. Con los labios pintados, rímel, pantaletas, brasier, tacones altos y la neurosis galopante de las muchachas en flor, Alejandro Ricaño comenzó a bien vivir del teatro.
Luego vino la producción de Facundo a Más pequeño que el Guggenheim, en la ciudad de México, y la angustia de estar traicionando sus principios éticos fue mitigada por la carretada de billetes que cobró por derechos de autor. Yo fui de aquellos que le dijeron que aprovechara sin pudor la oportunidad de ganar dinero por su trabajo porque pocas veces en la vida el puto teatro nos deja padrotearlo. Por lo general nos pide todo y apenas nos da para no trabajar de burócratas. Lo que no calculé fue que al tener éxito también en el teatro que vive de la taquilla, no del subsidio, los peligros de perder la virginidad cultural eran mayores. Afortunadamente rechazó ponerse al servicio de los comerciantes del espectáculo y se fue con una estrella del cine que surgió del teatro y sustenta su postura en el prestigio de su carrera: Diego Luna. Más antes de revisar este periodo quiero decir que con Fractales y El amor de las luciérnagas, Ricaño se mostró como un director de escena capaz de traducir en acciones e imágenes su narración dramática. Si consideramos que uno de los problemas de la narraturgia fue hallar los directores y actores que le dieran pleno sentido escénico a los textos, debemos poner a Ricaño como alguien que lo logró con la misma soltura y gracias del dramaturgo. Tan es así que el diverso público que ha disfrutado de ambos montajes no le ha cobrado con toses y bostezos la largura de sus historias. Sobre todo la de María que va de la seca a la meca buscando a su doble y francamente se excede en el tamaño y la diversidad de su fábula.
Como ya me he extendido suficiente en la reseña de sus primeras obras, tengo el pretexto de englobar: Un hombre ajeno, Cada vez nos despedimos mejor y Hotel Good Luck, en el mismo párrafo. Dejo fuera, El bosque se está incendiando, porque es el único texto de nuestro Bob Dylan dramático que no he leído ni presenciado. Como lo subí a la altura del poeta lírico de mi generación, ahora lo bajo al tamaño de Justin Bieber para dejar en claro que con esas obras escritas y dirigidas por Ricaño estamos hablando del business, del negocio, de la forma de producción comercial que ojalá pudiera aplicarse al teatro de aspiraciones artísticas porque le da de comer muy bien a todos los que participan en ello. Naturalmente Diego Luna pensó en Ricaño para hacer su soliloquio por su prestigio como un autor y director joven que conectaba con el público por su frescura, su desenfado, su imaginario y su excelente narrativa, muy cinematográfica. Por supuesto Luis Gerardo Méndez pensó en Ricaño por el éxito que tuvo Diego con la obra de Ricaño. La verdad es que los laureles no fueron de nadie porque él éxito sólo fue comercial. Yo vi en Puebla, en un auditorio para más de mil espectadores el unipersonal de Diego y me quedé hasta el final porque conocí a Diego desde la panza de su madre y Alejandro Luna, su padre, es uno de mis hermanos mayores. Y no lo digo por la edad sino por su prodigioso talento. Había momentos de gran acierto verbal, se perfilaban imágenes magníficas, existían estallidos de energía dramática y escénica, pero de ningún modo era, ya no digamos una obra sino un espectáculo redondo. Pero era Diego Luna quien actuaba y eso bastaba para llenar los teatros.
No he visto, Hotel Good Luck, pero del texto que leí no puede salir nada sobresaliente. Un trio de amigos, para mí altamente confiables en su visión del teatro, me han dicho que hay momentos rescatables, pero como Luis Gerardo no es Diego aquello sólo es aplaudido por el público que no va al teatro sino a la alfombra roja para ver en vivo a las estrellas del espectáculo. Ricaño me había platicado que escribió el monólogo cuando ya estaban vendidas docenas de funciones por todo el país y los productores, que no invirtieron un peso, ya eran millonarios, ¡antes de la primera función! No quiero contarles al detalle lo que me contó Ricaño sobre la forma de producir los éxitos comerciales porque saldríamos todos deprimidos. Mejor concluyo diciendo que gracias a su incursión en el negocio del espectáculo Ricaño compró un terreno en su tierra natal y levantó una hermosa mansión que ahora comparte con la mujer que lo sacó del business para meterlo de nuevo en el corazón del teatro. Ahí donde laten las emociones más duras y más tiernas, más altas y más bajas del corazón humano, y del canino, porque en Lo que queda de nosotros el personaje central es Toto, un perro abandonado.
Estamos de regreso al Mejor Ricaño, a quien por lo visto le va muy bien la compañía femenina en la escritura de sus fábulas porque esta pieza que ganó el Premio de Teatro para Niños del INBA 2014, también fue escrita por Sara Pinet, quien según todas las crónicas que he leído, está magnífica como Nata, otra chava no al borde sino en pleno ataque de nervios en la narraturgia de Ricaño, que sin embargo se salva de sí misma por el amor a su perro. Aquí debo apuntar que hasta donde alcanza mi conocimiento del tema, el primero de los dramaturgos del presente milenio en humanizar a un perro en escena fue Enrique Olmos de Ita, en Hazme un hijo, donde el perro Patán fue tan reconocido por público que mereció una obra aparte. A riesgo de recibir la sarcástica respuesta de LEGOM, en el instante de escribir este comentario me pregunté por qué el autor del presente mexicano que más ama a los perros, como es él, no los ha hecho personajes de sus obras. Seguro porque los tiene en más alta estima que a los humanos. Entonces lo que ha hecho es bestializar a los hombres.
Pero regreso a mi alabanza por lo mejor que queda de Ricaño, por esa sonata a cuatro manos que toca con su amada, plena de dolor, de humor, de realidad, de ensueño, de ironía, donde no sólo recobra sino afina el lirismo de sus diálogos, la rica simplicidad de las palabras, el afecto por las cosas fundamentales de la vida como son el dolor, la ternura, la amistad, el regocijo de redimirse de un acto tan brutal como el abandono de una criatura amada. Yo le decía a Ricaño que llevo en la conciencia haber abandonado a varias mujeres, pero que me pesa más haber abandonado a un perro porque lo dejé en medio de la nada, mientras que las mujeres tenían donde vivir y de que comer. Y sabían dónde encontrarme. El perro no.
He hablado de la obra y en cierta medida de la vida de Ricaño. Para dar fin a esta larga conversación con el autor de Más pequeño que el Guggenheim, sólo me queda añadir que he sacado provecho de su fama. En las fiestas con y para la gente de teatro, las jóvenes actrices se amontonan en su entorno y se les ve dispuestas a todo para llevárselo a su cama. Alguna vez yo tuve esa fortuna, pero la edad nos va empujando a ser actores de reparto, de manera que yo les propongo a las chamacas un jale con el Justin Bieber de la narraturgia si antes pasan por la guitarra de Bob Dylan. A veces funciona.
Alejandro, querido Alejandro: por esos raros caprichos de la memoria que ni el afamado neurólogo, Oliver Sacks, nos ha explicado, la imagen que guardo de ti es la de aquel joven lavaplatos que conocí en Xalapa al inicio de esta era tan maligna para México y para el mundo. Te veo así, tan desprotegido, tan inocente de ti mismo que me acerco como el samaritano que auxilia al desposeído en el Evangelio de Lucas, Capítulo 10, versículos 25 al 27. Y te doy el abrazo más fraternal del mundo.
8 julio, 2016 @ 11:32 pm
«Yo les propongo a las chamacas un jale con el Justin Bieber de la narraturgia si antes pasan por la guitarra de Bob Dylan». Que se me cierren todas las puertas de la fama , si ésta se usara para artilugios como éste. Con todo respeto, pienso que comentarios como éste hacen ver lo pesado que puede llegar a ser el ambiente del teatro y del espectáculo , donde las relaciones de poder pueden llegar a ser ejercicios que promueven la falta de respeto a uno mismo.
17 febrero, 2018 @ 5:57 pm
teatromexicano.com.mx es, entre otras cosas, una estupenda puerta de acceso al mundo del teatro mexicano para aquellos estudiosos y estudiosas que vivimos lejos. Digo esto para ver si al autor del artículo (al que, por desgracia, llevo años leyendo por su posición privilegiada, que solo se explica en un ambiente intelectual jerárquico y clientelar) se le cae la cara de vergüenza de saber lo retratado que queda con ese tipo de comentarios. Lo peor de todo es que no sabrá de qué estoy hablando pero escribirá terribles columnas de opinión con muchas antígonas y muchas noras para hablar de feminicidios.
24 febrero, 2020 @ 7:17 pm
Alguien dígale a ese Fernando de Ita que sus «reseñas», «críticas» y demás cosas que escribe dan mucha pena. Qué vergüenza que le den este espacio para escribir.
«..domina el andamiaje de la construcción dramática, que dialoga admirablemente y mete su historia ficticia en la historia real como un pene en una jugosa vagina: sin forzar nada.»
QUÉ ASCO DE TIPO.
24 julio, 2020 @ 6:01 am
Más tóxico y envidioso por favor!
Creo que dejaste salir toda tu basura y frustraciones personales al ver el éxito que obviamente tu no tienes.
3 septiembre, 2020 @ 8:33 pm
El aprendizaje cooperativo es probablemente el paradigma educativo mejor documentado. Entre sus múltiples virtudes nombraré una a modo de ejemplo: incrementa la satisfacción de los estudiantes con la experiencia de aprendizaje y promueve actitudes positivas hacia el estudio.