El dinosaurio que todos llevamos dentro
Mónica Perea
En Hacer teatro o tener un teatro, Rubén Ortiz señala que » para el teatro de arte en México sólo existe un modo de producción. Aquel que pasa necesariamente por la subvención del Estado» y que «este modo de producción, a su vez, se encuentra habilitado por usos y costumbres idiosincráticas «que terminan por reivindicar de la ideología del poder en turno», donde «la interlocución ausente más grave es, sin lugar a dudas, la del espectador. Obligados a todos estos juegos de sobrevivencia, los teatreros sólo tienen un público: aquellos que consagran y otorgan».
Cuando he comentado esto con colegas, pareciera que para ellos es algo normal, incluso, he terminado regañada por “pensar mal” ¿Quién soy yo para cuestionarlos si ni un premio he ganado? Entonces llegan los ataques contra mi trabajo: “Ya quisieras tener ese espacio para tus obras, tener ese público”, “te guste o no, ellos sí están en cartelera”.
Suelo ser de las que callan porque, como dijo cierto poeta consagrado, les gusto como ausente. Pero ya no más. Porque aunque se supone que hay igualdad, los maestros enaltecidos se quejan de no recibir apoyos cuando ellos cuentan con una trayectoria que los “respalda”. Si eso fuera verdad, tendrían un público que también lo hiciera, ¿qué no? No suelo quejarme abiertamente porque nuestros artistas reproducen los mismos esquemas de poder que los políticos de los que se quejan amargamente cuando no les dan subvenciones ni parte de las migajas que racionan. Imitan, también, el acoso a sus compañeras, el privilegiar a aquellos que mañana les devolverán el favor. Maestros que explotan a sus alumnos llevándose todo el crédito (y el dinero) por el “privilegio” de trabajar con ellos, que abultan sus carteras con dinero público y que cobran a su gremio por la renta de espacios para dar función para sostener sus propias producciones en cartelera, aquellos quienes aun teniendo su propio recinto teatral (con público a cuentagotas), se encuentran con muchas obras en cartelera favorecidas por el Estado, esos que predican que el teatro debe defenderse sobre las tablas y no estudiándolo desde la academia, que asisten a las marchas en primera fila para que les tomen fotos y puedan cuidar su imagen de izquierda revolucionaria.
En ocasiones me he visto envuelta en circunstancias de círculos viciosos dónde no veo clara una salida. Apenas hace unos días vi el mismo esquema repitiéndose por la publicación de una foto: cierta estrellita televisiva junto a la pareja presidencial afuera de un recinto dedicado a obras de corta duración. La controversia no se hizo esperar, tampoco la polarización en los comentarios. El esquema de poder es el mismo y, claro, los argumentos también lo fueron. “¿Y ustedes quiénes son para criticarlo?”, “ya quisieran que el presidente hubiera visto su obra, hubiera ido a su teatro”, “pues les guste o no, es nuestro presidente”.
Veo como caso perdido señalar culpables con nombre y apellido por los dedos que también me señalan. Además, sería caer en el mismo juego. La salida que alcanzo a vislumbrar llegará cuando abandonemos los intentos por seguir legitimando los esquemas de poder para acceder a los apoyos gubernamentales, hasta que desistamos de tener trabajos que subvencionen lo que el Estado se empeña en minimizar cuando nos hace saber que tiene 47 millones de dólares para subvencionar un espectáculo que «pondrá el nombre de México en alto.» ¿Cuántas compañías enteramente mexicanas que no cuentan siquiera con el 1% de ese presupuesto han representado a nuestro país internacionalmente con sus espectáculos? ¿Por qué el Estado le pide a una empresa extranjera que haga el trabajo que aquí también puede hacerse con el mismo apoyo? ¿Será que en México no tenemos la capacidad de llevar a escena espectáculos escénicos de calidad con igual o menor presupuesto?
La solución también está en organizarnos, en hacer comunidad para exigir igualdad real de oportunidades y no pelearnos por las migajas que nos avientan (porque ya vimos que hay pasteles grandes) para distraernos ni tener que salir huyendo del país para que se reconozca nuestro trabajo porque una compañía extranjera sí nos dio la oportunidad que aquí tanto buscamos; en crear redes reales que fortalezcan el trabajo colectivo para hacernos visibles, molestos y necesarios, y no sólo para velar por intereses propios; abrir los Clubes de Tobi al diálogo crítico que no se quede en el cuatismo de unos pocos; dejar de refutar a partir del resentimiento para comenzar a debatir desde la razón, con argumentos forjados no sólo desde la experiencia propia comprobada en escena sino generada por el trabajo colectivo, el verdadero, el que compromete a todos y que sí, nos acerca inevitablemente a la academia (pero sin caer en la pretenciosa erudición), que nos exige reflexión y confronta el trabajo propio y nuestra manera de concebir el teatro, el mundo. Sobre todo, el cambio está en llevar propuestas a la acción, en exigir que se nos escuche en comunidad porque así somos más fuertes.
No es un cambio que pueda darse de la noche a la mañana, incluso mis bisnietos tendrán muchos quehaceres para atender estas contradicciones del priísta dinosáurico que todos llevamos dentro. Es imperante abrir los ojos y escuchar esta problemática; veo urgente accionar, mantener una postura firme, unida y no claudicar ante los embates del sistema que inevitablemente nos desea regresar a la era del dinosaurio.