El efecto Shakespeare
¿Cómo ha afectado mi vida el teatro de William Shakespeare? Ante la obra dramática más comentada del mundo sólo queda el testimonio personal para decir algo distinto sobre ella: únicamente Dostoievski y sus demonios me cimbraron más que los lémures del bardo inglés en mis años mozos, tal vez porque el escritor ruso era un hombre de carne y hueso, invadido por el dolor de estar vivo, mientras que William Shakespeare resultaba un misterioso demiurgo capaz de sacar de su tintero los moldes más geniales, crueles, ambivalentes, cómicos y sombríos de la conducta humana.
Freud comenzó a leer Shakespeare a los 8 años y la obsesión por su obra lo llevó a decir: “Yo no creo que al actor William Shakespeare sea el autor de las obras que se le atribuyen” Como Henry James, Emerson, Charles Dickens y Martin Adler, entre tantas otras celebridades de su tiempo, el padre del Sicoanálisis se negaba a concebir que un rudo comediante sin educación clásica, que jamás viajó fuera de Inglaterra, resultara el autor de Hamlet, tragedia que Freud cita en 33 de las más de cien menciones que hace de las obras mayores de Shakespeare en sus estudios clínicos.
Entre los 18 y los 20 años viví bajo el dominio de Rodión Románovich Raskólnikov pero nunca me sentí el Príncipe de Dinamarca. El primer personaje de Shakespeare que me oprimió el corazón fue Yago, por su perfidia para perder a Desdémona, vileza menor ante la contrahecha voluntad de Poder de Ricardo III, capaz de enamorar en un solo arrebato a Lady Ana, diciéndole que mató a su marido impulsado por su belleza. Esa escena me quitó el sueño varias noches, y muchos años más tarde, cuando vi la perversa versión cinematográfica de Richard Loncraine, con Ian Mckellen y Anette Being, amé a ese hijo de puta. Las brujas de Macbeth me parecieron inocuas, pero tampoco pude dormir imaginando primero la intriga y luego la desazón de Lady Macbeth. Me daba terror terminar como su pobre marido, bañado en sangre, sin reino, sin reina, para nada, en fin, solo para el crimen, como los sicarios actuales que nada tienen de shakesperianos.
Debo confesar que no disfruté la crueldad de El mercader de Venecia hasta que vi la película de Michael Redford, con Al Pacino y Jeremy Irons. Cuando fui padre de una niña de ojos azules, a los 21 años, sentí la locura de Lear como propia y me guardé de tener más hijas. Pero nunca disfruté más a Shakespeare que cuando descubrí a Sir John Falstaff, el portentoso Pantagruel de Enrique IV, Enrique V y Las alegres comadres de Windsor. Creo que los vicios y no las virtudes de este embustero dado a la aventura, el vino, la buena mesa y las mujeres fáciles fue mi herencia shakesperiana.
De joven nunca me entusiasmó, realmente, Romeo y Julieta, ni siquiera en la clásica película de Franco Zeffirelli (1968), ni en la de Baz Luhrmann, donde el actualmente amado por las masas, Leonardo Di Carpio, hace de Romeo (1996), ni en la última versión que he visto sobre el tema: Alacrán Enamorado (2013), de Santiago Zannou, donde un boxeador neonazi se enamora de una mestiza para seguir multiplicando las versiones meta literarias de Shakespeare que con tanta razón sacan de quicio a Harold Bloom. Sin embargo, aún me entusiasman las coreografías de West Side Story (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins, y la música de Leonard Bernstein, y sigo leyendo con deleite Bodas de sangre de García Lorca, admirador de Shakespeare.
COMO YA HABRÁ NOTADO EL RESPETABLE
Evito abordar ensayísticamente la obra de William Shakespeare porque de Samuel Johnson (1740-1795), a Harold Bloom (1930- ), se han escrito miles de estudios sobre la obra del hombre de Strafford por gente que ha puesto su vida en ello. Aunque para mi generación, el libro que nos llevó al amor y la compresión de su obra fue, Shakespeare nuestro contemporáneo, del profesor, poeta, poliglota, ensayista y crítico polaco, Jan Kott (1914-2001), publicado en 1961 en Varsovia, en 1964 en inglés y en 1969 en español, en Seix-Barral, traducido por Sergio Pitol.
El gran impulsor del libro de Kott en su versión inglesa fue Peter Brook, quien como tantos lectores legos de Shakespeare se entusiasmó con la conexión que hizo Kott entre el sentido de la Historia en Shakespeare y su semejanza con el siglo de las dos primeras Guerras Mundiales. El ensayista polaco comparaba la visión progresista de la Historia, de Hegel, con la versión caótica, pesimista, humana, demasiado humana del poeta inglés, comentando que hay obras que se arropan idealistamente con el vestuario de la Historia, como las de Schiller, o materialistamente en sus coyunturas, como las de Buchner y Brecht. Si consideramos que el libro fue publicado en Polonia en el auge de la Guerra Fría entre la URSSS y los Estados Unidos, se explican las abundantes referencias a Marx, sobre todo al joven Carl, que era un buen lector de dramas y tragedias históricas.
Lo que hace el profesor polaco es sacar a Shakespeare de la biblioteca, el estudio, el cubículo, la academia, para entregarlo a los amantes de Shakespeare que no requieren de la erudición para sentirse afectados por el golpe de vida que nos dan sus obras, aunque el mundo de Shakespeare sea tan distinto en todos los órdenes al nuestro. ¿Por qué, entonces, Shakespeare sigue siendo el autor dramático más representado, comentado, exprimido, traicionado del mundo, aunque nunca imitado porque sólo hay un Sol en la Galaxia Dramática de Occidente?
El mismo Kott declaró en una visita a España en los años 90 que Calderón de la Barca era un autor más sólido que Shakespeare, aunque no pudo explicar por qué Shakespeare era un autor Universal y Calderón un dramaturgo español. Quien defendió entre nosotros el dominio de Calderón sobre Shakespeare, a su manera retórica, fue Maese Luis de Tavira, para quien el teatro castellano del siglo XVI, resulta superior de forma y fondo al teatro Isabelino, mas, a mi juicio, por cuestiones teológicas, morales y hermenéuticas que por sustancias dramáticas, vivenciales y mundanas, que son la vida interior y pública del teatro, sobre todo el de Shakespeare.
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Para conocer a Shakespeare recomiendo a la gente que se inicia en esta devoción el libro de John Wain, poeta, novelista y critico inglés (1925-1994), editado por Alianza Editorial en 1967 como: El mundo vivo de Shakespeare, porque es un estudio de su obra y de su tiempo en el que su autor tiene la ventaja, sobre Kott, de haber vivido siempre fuera de, “la cortina de hierro”, de modo que no cita a Marx en cada capítulo y vierte su erudición como una guía para viajar amable y lúcidamente por el universo dramático al que Harold Bloom le ha dado la eminencia de ser la obra en y por la que el ser humano tuvo conciencia de sí mismo.
Wain nos recuerda que cuando Shakespeare comienza a escribir, en 1590, el drama inglés contenía, por igual, elementos cultos y populares que formalmente devenían del teatro medieval tardío que se representaba en patios y hosterías y nos dice con gran amenidad que el teatro isabelino era un compendio del teatro romano, destacadamente de las tragedias declamatorias de Séneca, del teatro renacentista y de la Comedia del Arte. Esa mezcla de lo alto y lo bajo del pensamiento, el lenguaje y el imaginario de su tiempo, le dio la oportunidad de hacer un teatro lo mismo para la realeza que para la plebe. Por otra parte, mientras el teatro italiano y el teatro francés se esmeraban en crear un escenario ilusionista sustentado en la tramoya, el teatro Isabelino no tenía telón, ni ciclorama, ni candilejas, ni bastidores, ni proscenio, ni patio de butacas. Como vimos en la película de John Madden, de 1998, Shakespeare in love, con mi novia Gwyneth Paltrow y un estupendo guion de Tom Stoppard (dramaturgo inglés que alcanzó el prestigio por su obra, Rosencrantz y Guildenstern han muerto, dos personajes del Hamlet), aquel escenario era un semicírculo desnudo en el que el público tenía que completar con su propia idea del mundo la imagen que dibujaba el dramaturgo, literalmente con la lengua. En la película referida hay una escena que ilustra perfectamente la participación del público en la acción dramática de aquel teatro: En la escena final del IV acto, cuando Julieta despierta y ve que Romeo se ha matado al desconocer que la muerte de ella era falsa, se apuñala el corazón. Para significar el trágico sentido de esta acción sólo vemos un pañuelo rojo que sale del pecho de la heroína. El clamor del público que escuchamos en la película debió ser el lamento real de aquella audiencia que, embelesada por el poder poético del dramaturgo, veía en aquel pañuelo escarlata la sangre derramada por el amor trágico, por el amor imposible.
Paradójicamente, hoy, cuando el teatro privado y el teatro público de gran presupuesto apuestan por el ilusionismo digital del siglo XXI, en México y otros países “emergentes” se hace teatro isabelino, sustentado en el texto, en la capacidad dramática de los actores y la imaginación del público. Grotowski lo llamó, “teatro pobre”, cuyo formato y contenido buscaba la comunión con los espectadores. Era polaco, esto es, un hombre profundamente afectado por la trascendencia religiosa. Yo me quedo con el teatro-aullido de Artaud, aunque la crueldad que él buscaba para devolverle a la palabra su poder mágico se haya convertido, entre nosotros, en el amargo pan de cada día.
LA EMINENCIA DE SHAKESPEARE
Es difícil leer a Harold Bloom sin una mezcla de admiración y repudio, porque habla desde lo alto del Monte Sinaí, como el Moisés que dicta las leyes de la crítica literaria del siglo XX, aunque su desmedida pasión por la obra de William Shakespeare merece respeto. Yo lo sigo en su condena a las diversas lecturas del bardo de Strafford que anteponen el materialismo cultural, el neomarxismo, el neohistoricismo, el feminismo, al mérito estético de una obra de ficción, hecha fundamentarme de lenguaje, imaginación y aliento poético.
Dice Bloom que Shakespeare es el centro del canon occidental porque con Dante supera a todos los demás escritores en agudeza cognoscitiva, energía lingüística y poder de invención. El crítico de lengua inglesa le concede a Cervantes un lugar junto a Shakespeare, siempre que en el centro esté el autor de Hamlet. Lo cierto es que las obras mayores del dramaturgo son una cumbre de la lengua inglesa y conforman un teatro nacional en el que se identifican y solazan los hijos de Albión. Lo cierto es que Hamlet es la tragedia más representada en la historia del teatro occidental. Lo cierto es que sus obras han inspirado centenares de adaptaciones no sólo de teatro y cine sino en los nuevos formatos digitales. Los millones de televidentes e internautas adictos a, House of Cards, tal vez ignoren que están viendo una versión contemporánea de Macbeth, pero así es; sólo esa pareja infernal puede ser el modelo de Francis y Claire Underwood.
Decía que estoy de acuerdo con Bloom en su desaprobación de leer a Shakespeare desde el resentimiento político, social y cultural, porque recuerdo el efecto que tenían sus obras en la Unión Soviética y los países del Este, donde la opresión política era tan rígida que bastaba poner Ricardo III, Rey Lear, Enrique IV, Hamlet, Macbeth, Julio César, Coriolano, y hasta Titus Andronicus, sin modificar una coma, para que la gente que abarrotaba los teatros de Moscú, Praga, Varsovia, Budapest, Vilna, Belgrado y demás capitales de los mal llamados países socialistas, sintiera que estaba en un mitin poético en contra del régimen. Si además, el Hamlet estaba montado por Adrej Wajda, con el formidable elenco del Teatro Stary, de Cracovia, y con una actriz haciendo el papel del Príncipe de Dinamarca, o si el Rey Lear era llevado al cine por el director ruso, Grigoru Kozintsev, el efecto estético era tan poderoso que desataba el efecto político y la conmoción era mucho más profunda que cualquier adaptación política del texto poético.
LEER A SHAKESPEARE
Leer a Shakespeare en su idioma es un deleite mayor aunque se lea con el Oxford Dictionary a la mano. Bloom decía en los años 80 que no sabía de ninguna traducción al español que valiera la pena así que recomendaba a los hispanoparlantes no leer a Shakespeare sino a Cervantes. Sin embargo, en 1929 Luis Astrana Marín comenzó la formidable tarea de verter en prosa la obra completa del dramaturgo isabelino y las ediciones de Aguilar fueron la fuente en la que los lectores en español del siglo XX bebimos la obra de Shakespeare. Ahora se critica su traducción por romántica e inexacta, señalando que el verso sin rima del teatro isabelino cabe más y mejor en el endecasílabo español, por lo que se debe preferir la traducción del catedrático de filología inglesa de la Universidad de Murcia, Ángel Luis Pujante, que en 1986 hizo la traducción en verso de 18 de las obras dramáticas, editadas por Espasa Calpe. En alguna entrevista el catedrático dijo que la de Shakespeare es una gramática de las emociones y eso me llevó a leer su versión poética, encontrando en ella una naturalidad difícil de lograr entre dos idiomas disímbolos.
Ya en México, León Felipe hizo una paráfrasis de Macbeth, El asesino del sueño, que en mi juventud me pareció deslumbrante, hasta que leí la versión de José María Valverde, en 1968, editada por Planeta, y noté los desvaríos poéticos del Gran Viejo. Como Bloom, Juan José Gurrola pensaba que no había en español una traducción digna del Hamlet y se ocupó de hacer la suya, que tiene el vigor y la pasión de un gran hombre de teatro aunque sospecho que no toda es de su pluma. Ya estaba cansado y se dormía incluso en los estrenos de su hija Eduarda, así que junto al toque genial hay caídas de lenguaje, esto es, de aliento poético, como en sus montajes tardíos.
Shakespeare en México
Aunque el cura Hidalgo era devoto de Moliere, sabemos que aquel amante de la comedia clásica tenía en su biblioteca algunas de las comedias de Shakespeare, quien las tiene en abundancia y magníficas, desde La comedia de las equivocaciones, de 1591, hasta la Fierecilla domada, posiblemente escrita en 1612. Lo que documento Olavarría y Ferrari, en su colosal, Reseña histórica del teatro en México (1895), fue que las compañías italianas y españolas que pasaron por la capital del país en el siglo XIX, representaron, Otelo, Hamlet y El mercader de Venecia. En su compendio del teatro en México de 1900 a 1950, Luis Mario Moncada enumera las fechas y el nombre de las compañías extranjeras que continuaros trayendo Shakespeare a la Ciudad de México.
Por cierto, el mismo Luis Mario Moncada fue el único autor de lengua española invitado a escribir una obra para ser representada en el Festival Mundial de Shakespeare que se hizo en el 2012 con motivo de las olimpiadas de Londres. Basada en, Vida y Muerte del Rey Juan, Moncada hizo más que una paráfrasis de la fábula shakesperiana en su lectura dramática del Códice Ténoch. Desde el Moctezuma de Sergio Magaña, no había un intento tan ambicioso por recrear de forma contemporánea un capitulo clave de la historia mexica, como fue la guerra entre Texcoco y Azcapotzalco que dio pie al surgimiento del señoría Azteca. Un soldado en cada hijo, se presentó en Londres en inglés y en México en español, como una coproducción de la Compañía Nacional de Teatro y La Royan Shakespeare Company, y aunque las opiniones estuvieron muy divididas en cuanto al resultado escénico del proyecto, la obra dramática está entre lo mejor que se ha escrito sobre nuestra herencia indígena.
Ya no hay espacio para detallar el programa que la misma CNT hizo en el 2015 con una triple versión de Coriolano; la de Shakespeare, la de Brecht y la de Gunter Graz, ni para nombrar los diversos acercamientos a Shakespeare de grupos no institucionales (porque decirles independientes implica desentrañas independientes de qué), así que cierro esta memoria personal de William Shakespeare recordando el último montaje de ese ser fuera de serie que fue Ludwik Margules como director de escena, como maestro y como amigo: Noche de reyes.
Tratándose de Margules uno pensaría en Rey Lear. ¿Por qué este hombre de teatro tan polaco, esto es, tan atormentado por la Historia, se despide de la vida y del teatro con una comedia de enredos e intrigas amorosas? Me cuenta Rodolfo Obregón que Margules se tardó 30 años en llevarla a escena porque la tuvo en mente desde que era director del CUT. La hizo cuando ya había renunciado a la teatralidad, luego de Cuarteto, de Müller, de El camino rojo a Sabaiba de Liera y de Los justos de Camus. La hizo con una inolvidable escenografía e iluminación de Mónica Raya, tan desnuda y bella como la puesta en escena en la que un elenco sobresaliente le daba a la fantasía la sobriedad de una despedida. Ludwik sabía que iba a morir y nos dijo adiós con la picardía de Feste, el bufón de la obra, pero también con la alegría de los amantes que luego de intrigas, confusiones y ambigüedades, encuentran la alegría del amor. Adiós Ludwik. Adiós Shakespeare, adiós teatro. Queda la Vida.