El claro fulgor de los fantasmas
Jalapa, Ver.- Llevo tantos años, como conozco a Martín Zapata, escribiendo irónicamente sobre sus obsesiones dramáticas, sobre su fantástica relación con el mundo real. Acaso porque lo conocí cuando estaba metido hasta la punta de la nariz en la atmósfera onírica del sueño, que es el más allá del páramo que reconocemos como la vida diaria. Hace 20 años era un personaje en busca de autor. Algunas vivencias trágicas lo tenían aparentemente sumido en el ostracismo. Digo aparentemente porque ahora caigo en la cuenta de que un joven capaz de confiarle a un extraño sus más íntimos temores, lo que deseaba era abrir una ventana hacia el mundo exterior, no cerrarla.
El fulgor de Clara, la comedia onírica más tersa de este autor y director singular del teatro mexicano, tiempo actual (abierta al público apenas el pasado fin de semana), es como llegar a una playa caribeña luego de andar de topo por el inframundo de la obsesión fatal.
En sus inicios, los fantasmas de su mente no eran invenciones de la imaginación sino resonancias de su obscura realidad. Era un joven sumido en el misterio de la muerte. Hasta qué punto esa actitud era una representación y no un hecho real, nunca lo sabré. Lo importante para esta recapitulación es que su vida y su obra desembocaban periódicamente en textos propios y ajenos, pero sobre todo en montajes por afuera y a veces por encima del teatro mexicano del último cuarto del siglo XX. Sí algo se puede afirmar de la obra de Martín Zapata es que es original, en la medida de que no tiene antecedentes ni parámetros de comparación en nuestro teatro. Quizá en el mundo raro que canta el bolero clásico. ¿Cómo indagarlo?
Con El fulgor de Clara su autor y director culmina una serie de comedias de espionaje y fantasía que precisamente por estar fuera de la realidad del momento son tan disfrutables. Digo culmina porque todo indica que de seguir por esta senda comenzará a repetirse, y nada tan grave para la imaginación artística como la quinta versión del mismo cuadro. Alguien dirá que se ha repetido desde su primera obra. Yo sostengo que de ningún modo se puede llamar repetición a la progresión de una fantasía.
Lo que ha logrado, a mi juicio, Martín Zapata, es crear un universo propio que sería cómodo emparentar son el surrealismo de no ser porque su mundo onírico es tan razonable que es más una obra de costumbres sobre la relación que la vida cotidiana establece con lo imposible, que esa transformación de lo real en escritura automática. En este punto debo confesar que me urge hablar sobre una escena de El fulgor de Clara que me tiene enamorado de sus protagonistas.
Resulta que hay dos hermanos (Tomás Rojas y David Gaytán), que ya finados se encuentran en la casa de sus padres, también muertos, para ajustar cuentas. En eso están cuando aparecen dos ninfetas (Lara Baillet y Melissa Donají), escenificando los juegos de su infancia. Ambas son hermanas y aparecen encueraditas para darse besos y caricias más propias de una estampa del siglo XIX que del descaro pornográfico del siglo XXI. Yo, que soy un hombre de entre siglos fui feliz esos instantes, no así los parientes cercanos de la actriz original de Amanda, que retrasaron el estreno sacando a su hija del reparto para darle a Melissa Donaji la oportunidad de demostrar que algunas egresadas del ENAT pueden hacer, con apenas una semana de ensayos, un desnudo integral como si fuera una lección aprendida en esa escuela. Con todo, es notable que Lara sí tuvo meses de ensayo porque su personaje está perfectamente establecido en cuerpo, gesto y alma.
Más allá de mis inclinaciones oníricas, la verdad escénica es que son los actores quienes cargan con el peso de la fantasía. Para el espectador adicto al teatro de Zapata es complicado suplir a Manuel Domínguez, el actor Alter Ego del autor y director en tantas de sus obras (las de Zapata), por otra imagen, por otro protagonista, porque autor, director y actor formaron un trío estupendo, inconfundible. Así las cosas, el actor paceño (de La Paz, B.C.S.), Tomas Rojas, se gana su lugar en el imaginario zapatista, estando a la altura de ese tipo indefinido de comedia-drama-pieza-cuento y novela de aventuras qué el resuelve estando ahí, entre la ficción y la realidad, como si fuera cierto. Esto es, de cuerpo entero.
Sé que David Gaitán es uno de los más sobresalientes autores y directores jóvenes del teatro mexica. Pero era la primera vez que lo veía actuar. Me sobresalté en su entrada al pulcro escenario de Zapata porque parecía un comediante torpe que no sabía qué hacer con su cuerpo en el escenario, con movimientos anunciados, previsibles, más propios de un actor amateur que de su fama de tigre de la escena. Finalmente comprendí que eran las indicaciones de su director para acentuar la diferencia entre los hermanos de la fábula; el mayor magnífico, exitoso, seguro de sí mismo y el menor opacado, resentido, subsidiario de su carnal hasta el punto de permitir que sea él quien brille en la tarima. Eso puede pasar en la vida, pero difícilmente en el teatro donde las tablas son la escalera al cielo del protagonismo. Así que concluí que actuar no es la primera sino la tercera opción de Gaitán en ese mundo raro que llamamos teatro.
Concluyo con una suposición. Como Zapata tuvo en su penúltimo montaje el auxilio escenográfico y luminotécnico de Maese Alejandro Luna, su más reciente puesta en escena comienza y termina prendiendo y apagando un foco, que por supuesto, es el principio y el final de su propia, única, magnífica fantasía.