Teatro en la Riviera Maya
Se llevó a cabo la semana pasada la clausura del Festival Internacional de Teatro Riviera Maya 2015 en Playa del Carmen, Quintana Roo, el primer esfuerzo de amplio alcance por llevar las artes escénicas profesionales a una zona del país donde el arte y la cultura parecen tener un lugar secundario.
Sin desmentir lo anterior, el festival se ha posicionado, apenas en su primera emisión, como uno de los más interesantes encuentros de los muchos que se suceden en el país. Posee varias virtudes dignas de ser observadas, la primera, la relación con la iniciativa privada, casi un 40% del gasto corriente del festival provenía de empresas, lo cual es una garantía de éxito y de la mentada cohesión social entre iniciativas ciudadanas, gobierno y la masa empresarial. No debe desdeñarse la programación, combinación de teatro local, peninsular y nacional, con un espectáculo internacional —este año Chile, de la compañía El Viaje Inmóvil— lo cual para una primera emisión es un gran mérito, en especial por la cantidad de personas involucradas. Igualmente voluntarios ciudadanos que hacían de esta fiesta de las artes escénicas un verdadero convivio social y desde luego las instalaciones del Teatro de la Ciudad (que es indudablemente uno de los mejores espacios escénicos del país), moderno, funcional y a decir de los artistas con técnicos de primer orden. Si a esto sumamos la hospitalidad de las organizadoras y la mejor comida italiana (cortesía de Casa Sofia) de la zona, tenemos un encuentro privilegiado que si el gobierno de Quintana Roo apuntala puede ser un referente nacional y el detonante para tener programación escénica regular en el municipio de Solidaridad con alto alcance.
¿Y el público? Demasiado. Pocas veces se puede decir, pero el interés del público sobrepasó la iniciativa. Funciones con boletos agotados —eran gratis, veremos cuando la cultura adquiera costo— y decenas de personas esperando para poder entrar. Salas llenas y comentarios positivos.
Evidentemente hay cuestiones de logística por mejorar e indudablemente la presencia de la lengua maya y en general de la escena local —me refiero específicamente a todo lo que tiene que ver con la cultura ancestral, más allá de las fronteras estatales o nacionales posteriores— en la programación y el debate sobre la elección de los participantes, son temas pendientes.
Lo primero que llamó mi atención fue que dos de las puestas en escena, digamos los platos fuertes de la programación, Clausura del amor de Pascal Rambert (dirección de Hugo Arrevillaga) y Mendoza (dirección de Juan Carrillo) utilizan un formato que requiere subir al público al escenario, lo cual para el protocolo de inauguración y clausura —con las autoridades correspondientes— fue una declaración de intenciones. No vamos a llenar el teatro para la foto institucional, aquí lo importante es el discurso estético, parecían decir. Ejemplo de valentía y de privilegiar las condiciones de la puesta en escena ante las voluntades políticas.
Mendoza
Lo mejor del festival, además de la impresionante afluencia de público, fue la presencia de la obra Mendoza —habitual en el último año en prácticamente todas las muestras, festivales y encuentros del país— debido a su carga simbólica, al impecable trabajo de dirección de Carrillo y en especial a la extraordinaria yuxtaposición con el original de Shakespeare. Aunque justamente en ese sentido, la referencia a la revolución mexicana y en especial a los villistas convierte al relato, suspendido en el tiempo de nuestra realidad histórica, en una acotación historicista innecesaria, sinceramente baladí, lo mismo que el conteo de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos y ciertas lagunas vocales en los intérpretes.
Sin embargo son detalles menores, la puesta en escena conmovió y se aplaudió de pie. No es para menos, teatro con referencias sociales, solvente adaptación del Macbeth isabelino (por Juan Carrillo y Antonio Zúñiga) y mucha potencia actoral, intención y destreza del grupo Colochos teatro. Mendoza es una obra que ha pasado a la historia del teatro nacional por el interés que ha despertado el revisitar a los clásicos desde la óptica contemporánea, con un trabajo de dirección de notable lucidez y precisión, poco visto en la escena mexicana.
Clausura del amor
Dirección de Hugo Arrevillaga con las actuaciones de Arcelia Ramírez y Antón Araiza. Aunque en su reciente temporada en la Ciudad de México (Teatro Xola) el escenario estaba dispuesto para tener público en butacas y también en el escenario, el director prefirió hacer dos funciones con los espectadores desde la máxima cercanía. Un acierto si se piensa en la sorprendente lección de actuación que Araiza y Ramírez ejecutan. Dos intensos monólogos; respuesta el segundo del primero desde un ritmo trepidante, precisión en las pausas y gestos, ausencia de efectos (musicales o audiovisuales) para sucumbir ante el poder de la ficción frente a un tema de monumental interés: el (des)amor. La anécdota es intrascendente (una historia de pérdida emocional y reclamos, una pareja que rompe después de una familia y algunos hábitos y espacios en común), sin embargo, la potencia de la prosa —el mérito, suponemos es también del traductor Humberto Pérez Mortera— especialmente en el monólogo femenino y la disposición espacial que requiere exclusivamente de un público que escuche, suscita otro éxito del director Hugo Arrevillaga. Sorprende especialmente la construcción simbólica de los actores cuando no enuncian, la gestualidad sutil de Araiza al exteriorizar su largo texto y la naturalidad de Ramírez para exponer la intimidad de su personaje. Si la actoralidad es la cima de la puesta en escena, el teatro está vivo y no depende de artificios. Cuando ocurre al completo el milagro del teatro sólo podemos santiguarnos frente al cáliz de la otredad.
Ante mi voluntad polémica, señalé que en la actualidad Arrevillaga es el mejor director de escena en el país, por el cuidado en la elección del texto y actores. Desde que comenzó a trabajar los textos de Wajdi Mouawad hasta Clausura del amor prácticamente ninguno de sus montajes ha sido desatinado. Arrevillaga apuesta poco formalmente, se acomodó en un tipo de puesta en escena y lo explota magistralmente; nadie lo puede obligar a realizar tanteos que no sabemos si logren el interés del público, ni de sus colegas. Por otro lado, es natural que los actores luchen por trabajar con Arrevillaga, pues su proposición desde la teatralidad es exhaustiva y exige a los ejecutantes puntualidad energética que los obliga a ocuparse justamente de la creación de sus personajes. Arrevillaga reivindica el poder de la ficción y de la dramaturgia actual.
Otelo
Del grupo Viaje Inmóvil de Chile. Conocidos en la lengua castellana por hacer un teatro fincado en la exploración no convencional con marionetas y la manipulación de objetos a partir de una labor actoral rigurosa, esta puesta en escena destaca por sintetizar el clásico de Shakespeare —quizá en exceso— hasta una fábula a ratos divertida, a ratos invadida de humor negro, otras veces tupida de lugares comunes que finalmente deviene en un capítulo televisivo, como una metáfora de sí misma. La trivialidad con la cual se aborda el clásico y el juego caricaturizado en la interpretación de la voz de Otelo —como en el antiguo teatro de títeres y guiñol— es una contradicción ante el buen manejo de los maniquíes y las amplias cualidades actorales de Nicole Espinoza y Jaime Lorca que aunque logran una versión fresca del clásico, sucumbe ante la adaptación fútil ya no en términos dramáticos, sino discursivos, como si Otelo fuera una pieza de alcance menor, un melodrama de alcoba. En un conversatorio previo organizado por el festival, el director Jaime Lorca destacaba que “Otelo era más fácil y menos visceral que Hamlet” y el montaje indica que tal aseveración ha sido llevada hasta el paroxismo en la puesta en escena. No cabe duda que para los no iniciados en el clásico isabelino es un montaje no sólo disfrutable sino de condensada exquisitez, que también puso de pie al público.
Sidra Pino, vestigios de una serie
Dirección de Jorge Vargas y Juan de Dios Rath, dramaturgia de Noé Morales del grupo Murmurante Teatro, colectivo que de a poco se ha convertido en referente de la exploración escénica en la Península de Yucatán.
El trabajo tocante a la investigación sobre un fenómenos del presente, la relación cercana que mantienen con Teatro Línea de Sombra y la posibilidad de ver en escena al potente binomio de Juan de Dios Rath y Ariadna Medina me decepcionó en tanto que la primera parte de la puesta en escena está plagada de barroquismos e introducciones amén de historias irregulares; el dispositivo es claramente perfectible —tuvieron problemas con el montaje, por la necesidad de cambiar el formato de arena por el foro a la italiana— y sobre todo se nota que la ausencia de ficción, ante un público tan primerizo no fue bien recibido como otras puestas en escena y la cercanía con el espectador que el grupo tiene muy probada no ocurrió en un primer momento. Hacia el final, la puesta adquiere vigor y vitalidad, aunque el cierre magnánimo (que los actuantes ofrezcan a los espectadores un poco de la famosa Sidra Pino elaborada artesanalmente) no ocurrió por una absurda disposición de los directores técnicos del teatro.
Sidra Pino alcanza niveles notables de indagación en la historia social y en la memoria urbana de la ciudad de Mérida, pero no termina por universalizar sus premisas. Aunque el interés por la refresquera como objeto de estudio, la difusión de la huelga que mantuvieron los trabajadores de la empresa y el riesgo que corrieron los involucrados es encomiable, gran parte de los espectadores como quien esto escribe, salimos de la función sin las expectativas colmadas. Aunque a la distancia uno advierte que la calidad reflexiva y lo singular del formato es parte de la propuesta escénica y por lo tanto esquivar los formatos convencionales es el origen de sus avatares, la pieza se queda a mitad del documental y de una suma de confesiones. No actores que actúan que no actúan y ciertos problemas con el audio fueron el principal argumento de los detractores de Sidra Pino —indudablemente la puesta en escena que causó más comentarios encontrados— pero es parte de la teatralidad contemporánea (el debate incorporado, incluso) y no programar este tipo de espectáculos sería avanzar hacia el candor y complacencia. Sidra Pino es un trabajo de riesgo, una investigación documental con pocos referentes en la tradición teatral nacional, que apuesta por la recuperación de la memoria; idea que socialmente tiene mucho mayor estimación que múltiples montajes que pululan en la cartelera mexicana. Sidra Pino es teatro y cine documental para entender fenómenos de la vida cotidiana desde las artes, en entornos inmediatos, labor admirable y significativa.
Las leyendas del Mayab
La única puesta en escena exclusiva para niños fue Las leyendas del Mayab (dirección de Carla Pedroza), del grupo local Colectivo Creares Explayarte. Trabajo complejo, lejos del convencionalismo del teatro para infantes que rescata idiosincrasia milenaria, recobra tradiciones orales y con un trabajo de producción y puesta en escena notable, nada envidiable si se compara con otras propuestas participantes en el festival, fue ovacionada por su coterráneos. El ejercicio está fincado en el teatro de sombras y aunque el trabajo vocal de los intérpretes deja mucho que desear —así como la adaptación de las leyendas, sumamente irregular— el juego al interior del escenario es sorprendente y la interacción con los niños disfrutable. Es importante señalar que idealmente debería existir una programación para públicos específicos y otra para adultos, pues algunos de los espectadores querían llevar a sus hijos al teatro y esta obra fue la única especial para ellos.
Corazón gordito
Otra puesta en escena que en primera instancia parecía estar ligada al teatro para niños y jóvenes, fue Corazón gordito de Saúl Enríquez de Nunca merlot teatro de Cancún. No quedaba claro si el espectáculo era para niños – pero los había en la sala – ni para adolescentes, sino para “toda la familia” lo cual infundió una ambigüedad que se trasladó del público a la escena.
Obra que trata una serie de temas que no llegan concretarse y que se exploran superficialmente, por ejemplo el abuso sexual en la adolescencia, identidad corporal, el concepto de familia desde una madre soltera y sus hijas (unas gemelas que no son gemelas, ¿no podrían ser mellizas?), la huida y hasta un crimen —es una composición de puesta en escena elemental en términos espaciales y descuidada en función de cuatro actrices intérpretes que invariablemente tienen registros de trabajo dispares y ejecutan por su cuenta, sin cohesión en las zonas más agudas de la urdimbre. Me sorprendió ver a Abigail Soqui, una de las mejores actrices de su generación— la recordamos en el colectivo Luna Avante —interpretando un personaje frívolo, que se limitaba a repetir los patrones y excusas que el autor le asignó hasta un final cursi y aletargado. Los niños que veían la función delante mío exigían marcharse, los jóvenes que estaban a mi lado izquierdo tímidamente miraban el celular, con hastío. La función – también por el audio y el frío excesivo del aire acondicionado— no recibió del público el aplauso que gozaron las anteriores, sino un tibio reconocimiento y fue catalogada por un artero director de escena referente de su generación que participaba en el festival, como “un capítulo de la rosa de Guadalupe en el teatro”. Y aunque la frase puede ser excesiva, es evidente que la puesta en escena abreva del melodrama televisivo, los recursos literarios se agotan (como el uso excesivo de la primera persona y la continua narración-ilustración) ante la intención de hacer una obra total (sí, también hay canto y una guitarra que no hace más que estorbar a la actriz que la porta); un montaje que quiere a trompicones conmover y de un inicio prometedor transitamos hacia lo edificante, ciertamente conservador. No cabe duda que el teatro en Cancún parece tener un grupo interesante de trabajo en este colectivo, sin embargo podrían asumir mayores riesgos actorales, estéticos y discursivos.
El burgués gentilhombre
Por si al festival le faltara un hálito clásico, se presentó no una adaptación sino casi una transcripción arqueológica región Playa del Carmen, de Molière (con vestuario de época, por ejemplo). Y aunque parece un tanto surrealista, el montaje local de El burgués gentilhombre de Moliere estaba pensado desde la reproducción dramatúrgica, sin contemporización alguna. Ciertamente la puesta en escena y la producción escénica tenían cierta calidad, incluso los intérpretes hacían un trabajo vocal y algunas veces corporal dignísimo, pero la puesta en escena era más bien un recital escolar, un trabajo con decenas de “actores” cuyos referentes padecían —también, qué tristeza— los gags de la televisión y del teatro comercial de peor factura. El burgués gentilhombre de Veintevaros producciones era como asistir al cierre del taller de teatro de una universidad adinerada. Hay que reconocer, sin embargo, el esfuerzo de los ejecutantes, seguramente aficionados que se sumaron a la difícil empresa de situar un Molière con referencias a la cultura clásica francesa en Playa del Carmen, durante casi dos horas de función. La directora Matilde Altomaro podría revisar aspectos del teatro contemporáneo, de la dramaturgia reciente y aprovechar la gran disposición de los muchos participantes en la producción para construir un espacio de interacción menos escolar y más profesional, ahora que esta localidad cuenta con espacio extraordinario para llevarlo a cabo.
Vecinal
Para la compañía Síndrome Belcqua de Mérida, Yuc. Mérida no es la ciudad idílica y serena que nos vende la prensa, sino un lugar siniestro en el cual se construyen casas, fraccionamientos, los vecinos no se conocen por su nombre ni se saludan (ay, qué horrible). Las dos propuestas del vecino estado de Yucatán reflexionaban sobre su ciudad capital, como si al trabajar en la ciudad blanca, los teatreros tuvieran el cargo de revisar las estructuras urbanas y emocionales de la urbe, curiosamente una de las más seguras y con mejor calidad de vida del país.
La puesta en escena es interesante porque el formato rehúye de un espacio escénico convencional y se puede llevar a cabo en prácticamente cualquier rincón o explanada de una colonia o pueblo, sin embargo, la ingenuidad del trabajo es considerable. Los aspectos nimios (abunda la victimización) y el ritmo ligero de las historias en voz de los tres actuantes es de una candidez digna del primer semestre de actuación en prácticamente cualquier escuela profesional de arte dramático. Esfuerzos como Vecinal hacen que la escena expandida parezca una colección de lugares comunes; actores que dicen no actuar, en cambio nos contarán su vida que por lo visto no es demasiado trepidante, dispositivo escénico flexible, aunque se escuchaba poco y mal en la plaza, un proyector con fotografías y el video de una maqueta, interacción con los espectadores (hay que hacerles preguntas, para que sea todo más lento) y una asamblea-debate final. No tengo dudas que en Mérida la acción escénica debe fluir de otra manera y las motivaciones de los espectadores encontrarán mayor eco y referentes con los ejecutantes; quizá sea un esfuerzo local encomiable, lamentablemente al trasladar el objeto de estudio (Mérida) a Playa del Carmen el experimento terminó por colapsar desde lo estético y también lo social, aunque el interés por la renovación formal no debe pasar desapercibida.
FITeatro 2015
Hacer teatro profesionalmente, programarlo y difundirlo en tierras donde el imperio del aire acondicionado – tema a debatir, por ejemplo, al interior del teatro de la Ciudad– es dominante, es un merito que debe ser reconocido como un aviso y señal de la descentralización necesaria. También la importante afluencia de público y el interés de una urbe cosmopolita por hacer propios los espacios comunes y disfrutarlos. El Festival ha sido una experiencia necesaria que debe abrir otras ventanas de oportunidad, debates y acercamientos entre los ciudadanos, artistas, funcionarios públicos y las organizaciones de la sociedad civil vinculadas a las artes escénicas en la región. ¡Larga vida al FITeatro!